Me Lo Contó La Luna
Por: Claudia Luna [email protected]

 

Hace unos días platicaba y reía con una buena amiga. En algún momento, la conversación derivó hacia los pies y su tamaño, entre bromas, disertamos sobre los diferentes tipos de pies y comparamos los nuestros. Entonces me vino a la memoria un evento que sucedió cuando iba en Tercero de Kínder. Tendría cinco o seis años.

Las maestras de la escuela a la que asistía organizaban un festival para la clausura del ciclo, ni más ni menos que, en el teatro Principal. Mis compañeras de salón y yo bailaríamos vestidas de patinadoras. Era el evento del año y se esperaba que estuviésemos magníficas.

Para el acontecimiento, la maestra pidió que acudiéramos con una modista específica. Esta hábil señora nos hizo unos trajes amarillo pollo, con faldita corta y manga larga, rematados con peluche blanco que nos parecían un ensueño. Ahora que los describo no suenan tan glamurosos pero, en mi memoria de niña, eran muy sofisticados. En ellos, mis compañeras y yo nos sentíamos las mismísimas Rockettes de Nueva York.

Todo iba de maravilla hasta que la maestra pidió que compráramos unas botas blancas en una zapatería determinada del centro de la ciudad. Era indispensable que todas luciéramos idénticas, así que ella escogió el modelito. Hacia allá me fui con mi mamá. Para mi decepción, la maestra había escogido un estilo de botas en el que no había mi número. Yo era la más alta del salón y, por consiguiente, la que calzaba más grande. Recuerdo que por más que traté, no pude meter el pie en la bota que me trajeron, aunque estaba dispuesta a llevar un par que me apretara.

Mi mamá, con su sentido práctico acostumbrado, después de hacer algún comentario sobre la falta de visión de la maestra, le pidió a la dependienta que trajera otro estilo parecido que corriera en una talla más grande. La dependienta trajo otro modelo, el único que tenían un poco más amplio. Aquel también me apretaba, pero metí los pies a la fuerza. Caminé por la tienda con una sonrisa diciéndole a mi mamá lo bien que me quedaban, si bien sentía los zapatos como herraduras que amenazaban con hacerme estallar los dedos.

Al día siguiente, fui a la escuela con mi par de botas diferentes de las de mis compañeras. La expresión de la maestra se ensombreció al enterarse y corroborar con sus propios ojos que las mías no eran las que ella había pedido. Su cara lo decía todo: yo le estaba arruinando su sueño de lograr una coreografía digna de Broadway. En ese momento, sentí que no pertenecía, que no era parte del grupo y que, sin importar lo que hiciera, siempre sería diferente.

Ayer encontré una foto Polaroid tomada ese día. La niña, ahí retratada, me recordó a una venadita de piernas largas y mirada nerviosa. Sabía que a ella le apretaban los zapatos y sentí deseos de abrazarla. Al ver la foto, supe que la única que podría consolarla era yo misma. Sólo yo era capaz de calmarla y de decirle que todo estaría bien.

Ahora, después de tantos años, sé que la raíz del sufrimiento es creer que estamos separados, que no pertenecemos o no encajamos. Todos nos hemos sentido así en algún momento. No existe dolor más grande que sentirse abandonado. Sin embargo, nunca hemos estado solos, somos parte del todo, del universo y aun más, nos tenemos a nosotros mismos y, con certeza, no hay nada más sabroso en esta vida que estar con uno mismo.

Por otro lado, en el momento en que le damos toda nuestra atención a uno de nuestros dolores de niño y hacemos la paz con él, algo mágico e indescriptible sucede y la aflicción desaparece. Lo que es más si lo sazonamos con un poco de risa, la receta se vuelve infalible.

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