Letras al Vuelo
Por: Aldo Báez

Tú no tenías porqué morir, me hubiera gustado conocerte. ¿Sabes lo que significa cumplir 20 años y no saber de ti sino por pláticas y fotografías? Los recuerdos se confunden; por momentos, tengo la impresión de que lo que me han contado de ti, lo hubiera vivido yo contigo. Pocas veces descubrimos lo desconcertante de los recuerdos. Ahora me veo aquí enfrente de una manifestación, de la que soy parte, pero de la que me empiezo a sentir ausente. La ausencia es una forma invariable de no perder presencia. Nos robaron las elecciones, nos humillaron de nuevo. Es 1988 y casi tu cumpleaños de nacido y muerto. ¿Nos las robaron? No lo sé, solo sé que tengo veinte años y la memoria obnubilada, mi padre está muerto, pero también tiene veinte años. Al morir en la juventud, la juventud es eterna y mancillada. La historia se repite, es infinita e inagotable. Miro hacia el Ángel, la falsa impostura de Samotracia y aquellos señores casi inexistentes no muestran en sus ojos sinceridad alguna. Nunca sabremos si los huelguistas tenían hambre o sólo era un paso para alguna fechoría posterior. Lo que sí es seguro, es que para alguien como yo, nacido no en los albores, sino  entre las secuelas de la matanza de 1968, lo que significaba otro fracaso para el que había sido concebido. Mi historia y la historia de este pais es la historia del fracaso, de la esperanza calcinada. ¿Pero qué elecciones nos robaron, si este pueblo nunca ha sabido lo que es una elección? Nadie elige, nadie nos ha enseñado. ¿Cómo puede elegir el que no tiene opciones? Creo que mi padre, si viviera y me viera aquí, sonreiría dolorosamente desde donde se encontrara. Mientras miro esas viejas fotos del periódico, miro a mi padre caído y, por supuesto, me miro a mí mismo. Con su ropa ensangrentada y la mirada perdida al infinito, justo como mi mirada. A veces pienso que solo esa mirada es permanente en los hombres, esa mirada solo existe de una vez y para siempre. Nunca se supo quién fue el asesino: lo mató la incontinencia. Lo mató una barbaridad incontinente. Lo mató su época. Los periódicos de la época, callaron y solo algunos hombres públicos se atrevieron a hablar del asunto. Era un estudiante, pocos sabían que ya era un padre y dejaba a su pequeño perdido entre los marasmos de las torpes ideologías. El temor es una cortina que cierra los ojos y desde ahí obnubila todo, incluso al temor. El temor lo era todo, la libertad estaba en aprendizaje para su domesticación. Hoy veinte años después, algunos dicen que la libertad ya existe: es mentira. Ahora está domesticada y sus portadores solo piensan en vivir bien y en salir por televisión. Lo mató el sistema, repito, es decir, fue un accidente, la historia es implacable y accidental. Recuerdan o recordamos todo con la típica argucia de la liberación de la culpabilidad. O nadie lo mató o lo asesinamos todos. Ahora, yo miro la efigie del Ángel. Soberbio monumento que nunca ha tenido lugar. La victoria de Samotracia no es sino un saber cultural, una falsificación burda de una obra de arte, una nada. O ¿será que una victoria solo es representación de la muerte? O en todo caso ¿qué significa con precisión algo como la victoria? El arte es falso y la imitación de la victoria es un símbolo que a veces hasta cobra visos de realidad, sobre todo en aquellos que creen en algo no muy preciso. Muchos, en la manifestación creen una serie de cosas que pueden ser verdaderas, pero la verdad hace mucho que dejó de ser señal de algo. Tienen miedo de morir. Creen que si pasa algo puede ser peor que Tlatelolco. Eso nunca será. Simplemente no hay nada peor, el horror es irrepetible. Un pueblo que mata a los jóvenes, nunca construirá historia alguna. Sus hombres siempre estarán castrados. La castración es inmemorial y antigua. La vejez es la única poseedora de la memoria. Pero los señores que alguna vez fueron jóvenes y  estuvieron entre las moles de aquella unidad modelo del desarrollo nacional tienen una memoria muy convenenciera. A decir verdad, no recuerdan sino lo que les conviene. Incluso no recuerdan ni quién murió. Lo que sobrevivieron hicieron el pacto de olvidar a sus muertos. Oficialmente, además nunca murieron. Solo desparecieron y los desparecidos no pueden contar como muertos, la desaparición es un acto administrativo, policiaco, nunca es real. Son una ficción, una simple cifra fantasmal. Nadie reclama a los muertos por sus muertos. Pero no puede ser de otra manera, la historia la escriben los vencedores con el aval de los vencidos. Los vencidos requieren de la derrota para sobrevivir y para recordar sus ideales. Los ideales solo son señas del vencido. El verdadero ideal nació muerto. Algunos sobrevivientes aprendieron por los años que pasaron en la cárcel. Ojalá, tú, hubieras estado en la cárcel y no hubieras aparecido en la maldita fotografía con la mirada vuelta hacia ningún lado. Sin embargo, confieso que ya aprendí. Dicen que nací en medio de una crisis, pero es falso, la crisis empezó con mi nacimiento. Todos somos la crisis.

Mi abuelo, que no quería para nada al revoltoso de mí padre, tuvo que admitir que la diferencia entre no soportarlo y meterle una bala por el pulmón, era la diferencia entre ser humano y ser soldado. Mi madre siempre me habló de aquél héroe, desaparecido cuando apenas tenía al mundo enfrente. Mi padrastro, también asumía esa postura mientras acariciaba el muslo desnudo de mi madre. Decía mi abuelo que mi padre, apenas y si sabía algo de política, que era un revoltoso pendejo, que ni siquiera sabía, cuándo había empezado el movimiento, ni que en mayo ya había habido una revuelta en París. Y mucho menos, de la famosa primavera de Praga. No, él sólo tenía la incontinencia e intemperancia propia de la época, sólo tenía el ímpetu de la juventud. Solo tenía un sueño, que como todos los sueños nunca se cumplen, a decir verdad, yo no existía en ese sueño; mi padre nunca supo que un trozo de sueño se le habia cumplido: el sueño de todo hombre de perpetuar su memoria. Aunque otro día, el abuelo, tuvo que reconocer, que padre era un muchacho bueno, en su escuela le dijeron que era por el bien del país, que el gobierno mentía y tenía un tirano al frente. Con un horrible hocico, unos agravantes lentes y una perversidad inmemorial. El hombre más feo que jamás ha nacido y esperemos que nunca jamás nazca otro, el horror es irrepetible. La fealdad de su alma, hacia ver bello su animalesco hocico. Conjugó todos los rasgos de la fealdad en su persona. Dicen algunos que mi padre afirmó que era el hombre con la fealdad más terrible que puedan imaginar la humanidad a lo largo de toda su historia. Pero sobre todo era un hombre típico de las terribles historias de Maquiavelo, no tenía valor ni responsabilidad por las palabras: “Por mi parte, asumo íntegramente la responsabilidad personal, ética, social, jurídica, política e histórica, por las decisiones del Gobierno en relación con los sucesos del año pasado”. Los monstruos no pueden responsabilizarse de nada, no son humanos. Este hombre nada sabía. De la responsabilidad, se ve por la respuesta del otro, de sí mismo, era un pobre diablo que detrás de las gafas ocultó lo inhumano de su ser ético, político e histórico. Aquella tarde veinte años después yo miraba las alas de la victoria de reojo, sabía que mi abuelo era un gran hombre y sólo quería lo mejor para su hija y mi padre no lo era. De cualquier forma nunca lo sabremos. Aquella tarde yo sabía que hace veinte años había nacido un mito, que con el pasó de los años se llenaría de prestidigitadores, oportunistas y dos o tres intelectuales de mala muerte. Aquella tarde yo sabía que en veinte años, reaparecería alguno de estos haciendo el mismo daño a la población detrás de discurso de democracia, alternancia, libertad y perogrulladas por el estilo. Aquella tarde decidí que este fraude, era algo que había empezado hace veinte años a concebirse. Yo era el fraude.

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