Me Lo Contó La Luna
Por: Claudia Luna/ claudiarl92@hotmail.com

La primera vez que vi a Martica quedé fascinada con su porte orgulloso y su cabeza altiva. Era una mulata color canela con ademanes de muñeca. Los que la frecuentábamos sabíamos que en su juventud había sido bailarina del Tropicana. Caminaba con la misma cadencia que las volutas de su cigarro e hipnotizaba a los que la mirábamos. El día que la conocí llevaba puesta una blusa ajustada con estampado de leopardo, argollas grandes en las orejas y el pelo con extensiones recogido en una coleta que se balanceaba cada vez que meneaba la cabeza. Era hija de la diosa Ochún (la Santa bella entre las bellas, la madre de los ríos, la dueña del amor y de la femineidad).

Una tarde, Martica me enseñó a destripar pollos. “¿Te da asco?”, me preguntaba mientras reía.  “Claro que no”, le contesté fingiendo indiferencia. Yo veía cómo metía la mano por la abertura que les había hecho en el vientre y sacaba las tripas de un solo jalón. Sí, me daba asco, pero nunca se lo dije. La miraba a los ojos mientras me explicaba: “Tienes que cogerlas y jalar fuerte desde arriba para sacarlo todo de una vez”. Me gustaba sentarme a su lado y escuchar sus historias.

Otro día cuando empezaba a oscurecer, se juntaron algunas mujeres a chismear. Martica, en el centro del grupo, con gestos de saber más que nadie, aseveró: “Hay que vivir con un blanco porque aunque los mulatos son más sabrosos, los blancos te dan mejor vida”. Así mismo lo hizo ella, se casó con Armando, un español que era más blanco que la leche y más bueno que el pan. Miraba a su mujer con ojos de no creerla y cuando ella se enganchaba de su brazo, él parecía crecer dos centímetros.

En una ocasión le regalé unos aretes de plata mexicana, sólo porque me dio la gana. Me miró sonriente al recibirlos, los examinó con cuidado. Al alzar la cara, con los pendientes puestos, tenía luz en las pupilas y agradecimiento en los labios. Lucía encantadora, como debió haberse visto cuando tenía 18 años y bailaba en su país.

Ayer supe que había muerto. Nunca más la veré frente al caldero mientras revuelve la harina caliente, concentrada como quien conoce todas las respuestas. No la volveré a escuchar presumir de su sazón, ni la veré más con su cigarro en la mano. No volveré a mirar sus pasos con tacones altos y sus movimientos de bailarina.

Hoy sé que somos todos los abrazos que hemos dado. Todo lo que hemos caminado, lo que hemos visto y compartido. No hay nada que lamentar. No perdemos a las personas ni los momentos, no cambiamos una cosa por otra. Vamos sumando en nuestro andar, en nuestra vida. Un día nos despertamos para comprobar que el ayer y el hoy nos habitan y que, en cada uno de nosotros, se vuelven una cualidad nueva.

Tuve la fortuna de conocer a la bella Martica, me quedo con su porte de reina y su gracia de hechicera. Conservo su risa y sus consejos. La seguiré viendo en las mulatas orgullosas que se contonean. La encontraré entre los calderos y las ollas y esperaré a que una tarde, cuando baje el sol, me contagie su miel y su sonrisa.

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