Letras al Vuelo
Por: Aldo Báez 

Después de su muerte los héroes han sufrido muchas metamorfosis en la imaginación de aquellos que han sobrevivido.

Ritsos

 

Una de las tareas más nobles de los poetas, guardada también por cierta oscuridad, es la traducción. Es una misión que no pocas veces suele ser hasta desagradecida; ya Valéry nos aconsejaba que todo poema era intraducible, inacabado y abandonado al tiempo. Sin embargo, alguien tiene que hacer la tarea. Parafraseando a las brujas de Macbeth, tal vez, no sea un poeta el que lo hace pero puede ser padre de poetas. Es la generosidad de servir de pared con eco capaz de transfigurar en sentidos legibles voces extrañas en amables. El riesgo de traducir presiente una traición natural, pero al mismo tiempo es una invitación y una propuesta.

El renacer de las aficiones muchas veces lo debemos a una simple insinuación. En este caso la revista de poesía alforja cuando en su X volumen, correspondiente al otoño de 2001, ofreció una muestra, una lograda exposición con inconsciente homenaje de las creaciones poéticas de tierras helénicas. No es una antología, es un reflejo de trabajo maduro de la Fraternidad Universal de los Poetas, donde investigación, sensibilidad y espíritu creativo se unieron bajo las alas de preocupaciones semejantes: la poesía.

La intención por mostrar que Grecia es algo más que los enormes nombres que conformaron la cultura occidental como Homero, Hesíodo, Sófocles, Esquilo, Safo o Calímaco. También existe otra forma de ver el mundo ( 25 siglos después) por ojos diferentes a los de Konstantin Kavafis, Nikos Kazantzakis o de los poetas galardonados con el Nobel de literatura, como Yiorgios Séferis (1963) y Odysseas Elytis (1979). Con independencia de su tradición clásica, Grecia posee una historia literaria posterior como la de cualquier otro país.

La revisión practicada desde los orígenes de la poesía neohelénica (siglo X) hasta nuestros días (1986) nos enseña por lo menos un par de cosas. Primero, que la cantera griega no se agotó con la caída del imperio y, además, que la difícil historia de ese pueblo no lo privó de algunos momentos radiantes de creación.

Grecia vive en la actualidad toda aquella contextura que el progreso y la historia ofrecen a los países que no alcanzaron el desarrollo económico y político como los mal llamados del “primer mundo”. Igual que casi la totalidad del planeta desde la edad media, habita la periferia, la herida violenta que nos participa de la alta tecnificación y la poderosa economía centralizada.

Dictaduras, polución, hambre, desastres naturales y humanos marcan la historia de uno de los pueblos que con más naturalidad se ofrece a la creación poética. Las ruinas de su grandeza sobreviven aún por encima de su dolorosa situación. La ninfa Eco ofrece en esa alforja voces que si bien no eran muy conocidas, no por ello no dejan de deslumbrarnos por su potencia, como dignas herederas de su historia natural.

Entre las muestras de los poetas contemporáneos sobresalen las de aquellas humanas imágenes de los obreros de Vasilis Vasilikós, y por supuesto impresionan las de Tasos Livaditis, [aunque haya nacido después de morir (1992 según la revista) (sic)].

Desde las letras poéticas de Dighenís Akritas y los cantos populares, Sólomos y sus seguidores nutrieron sus voces con aquellos que, en su momento, hicieron los propios poetas con sus antepasados, es decir, los franceses. Soutsos o Sikelianós o Ritsos son poetas que, pese a la breve muestra de sus obras, se perciben como verdaderos bardos. Los poetas griegos, por su naturaleza clásica, devuelven su pureza a las concepciones políticas de la creación. La política vuelve a manifestar su afectación por lo que acontece a la polis. Yannis Ritsos es un modelo.

 

II

En su trabajo Grecidad y otros poemas (Visor, 1979) Horas difíciles, horas para nuestra tierra brota con firmeza de los labios de un poeta con espíritu de héroe: Yannis Ritsos. Esa hora difícil que por la dinámica histórica de nuestro tiempo sumerge a las culturas en los océanos del olvido o, en el peor de los casos, en mitos como los de la Atlántida o de ciudades perdidas en medio del desierto. El poeta está seguro de que aunque corre el riesgo de ser desenterrado su pueblo, alguien debe dar fe de lo que pasó, lo que pasa y lo que está pasando; sabe que no debe permitir que se lleven a sus muertos ni que nadie arranque los recuerdos.

La recuperación poética del pueblo heleno, o como le llama el poeta Ritsos a ese efecto, el espíritu de la grecidad, nos empuja de manera inevitable a la reconsideración de una cultura que, por un lado, ejemplifica casi la totalidad de lo occidental y, por otro, nos remite al inexorable rumbo de la historia de un pueblo víctima del insensible proceso histórico. Grecia representa acaso sólo un poco más que un gigante muerto o un bello ejemplo de la cruel y grotesca modernidad.

En la poesía de Yannis Ritsos el aliento que corre y se dilata en busca del canto heroico y trágico desemboca, como todo, en el discurso moderno, en el vacío del drama y la desesperanza. “Aquí toda Grecia, la vieja, pobre, sufrida y rabiosa Grecia de la invasión y la guerra civil, se despliega ante nosotros, vivaz fresco en que, bajo un universo de colores que gira como un gigantesco souvlí oloroso a grasa y a pimienta –los cálidos, entrañables perfumes de las calles de Atenas antes del desarrollo- la hija del herrero se sienta a la mesa, frente al pan y la aceituna, esperando la melancolía del crepúsculo”.

La mitología que encarna el poeta comunista tiene ese extraño temple social y humano que poseía la literatura de las grandes épocas helénicas. Su cantar se duele al tiempo que evita lágrimas cargadas de melodrama; su acento es trágico, fiel al dolor y a la angustia que produce una pérdida cultural. Conviene que guardemos a nuestros muertos y su fuerza, afirma en “Las tumbas de nuestros antepasados” (1968), no sea que alguna vez nuestros enemigos los desentierren y se los lleven consigo. Ritsos conoce la representación simbólica de aquello que fue el pueblo griego.

Nacido en la primera década del siglo (1909) Ritsos vivirá en sus años formativos de juventud la catástrofe griega de los años veinte. La evocación de su poesía desde Tractor (1934) advertirá ese grito del rebelde, del hombre que sufre en piel propia la tristeza de su pueblo. Desde aquellos años hasta la edición de Romiosini –Grecidad-, que escribe en 1966, la vena del creador jamás ha dejado la evocación de aquello que un día perdieron, ellos como pueblo y el hombre contemporáneo como tal: la conciencia y en cierta manera la existencia, a pesar de que, aquella noche del regreso se volvieron de color negro y ceniciento volando muy bajo sobre el cielo de su última resignación.

Traductor de voces gemelas, pues mucho de su aliento semeja al de Alexandr Blok desde la raza eslava o de Jorge Amado en latitudes del caribe americano, Ritsos concibió el comunismo como un proyecto de esperanza colectiva antes que como una especulación ideológica que destruyera su potencia creativa, en el fondo todo poeta vive y canta por el bien de su pueblo.

Ritsos es el poeta que confía en sus modelos que, aunque lejanos en el tiempo, son presentes y casi obligatorios en las sensibilidades agudas de la contemporaneidad. Piensa que, nunca olvidemos las buenas enseñanzas, aquellas del arte de los griegos, y deposita, con sorpresa para muchos, su devoción no en Zeus, Afrodita o Apolo, sino en el quizás menos perfecto y más humano de los dioses del Olimpo: Hefesto, el gran obrero y forjador de acero y herrumbres inmortales, quien forjó las más bellas e imbatibles armas de los héroes y, por sana extensión, a los poetas. Él sabía que, pasará el tiempo. Y tendremos que hablar hasta que encuentren su pan y su justicia.

Tal vez menos conocida su obra en nuestra lengua, donde Konstantin Kavafis, Odyseus Ellitys o Yiorgios Séferis deslumbraron con su amplitud poética, Ritsos tiene con su obra la altura para cantar el dolor más prestigiado: el humano.

Yannis Ritsos además ofrece con su obra alguna revelación sobre esa absurda postura –por parte de supuestos artista— de no mezclar la política con la literatura, cómo si ésta no fuera lo más político y humano que poseemos. No es que Apolo haya olvidado su promesa y escupiendo en la boca de Casandra, haya quitado a las palabras el don de persuasión. La razón es muy simple. Nadie quiere oír la verdad. Muchos poetas de la actualidad esconden sus sentimientos frente a los que pudiera ser el único objeto de amor en ellos, es decir, el propio hombre. Sirva de ejemplo que los dos poetas más famosos en nuestro país aplaudían las invasiones por la democracia (Paz) y proponían eliminar a los revoltosos de los Altos de Chiapas (Sabines).

Ritsos pagó incluso con la cárcel la belleza y profundidad de su poesía, evocaba aquellas palabras que cruzaron y cruzaran los siglos: ofrezco esta copa a los hombres valientes que han caído por la libertada de los Helenos.

 

III

De manera esquemática se puede pensar que este poeta -hijo menor de una familia noble venida a menos y justo como le pasó a su tierra natal envuelta en el drama de la grecidad- Ritsos quedó marcado a los doce años por la muerte de su hermano y de su madre; poco tiempo después su padre fue internado por trastornos mentales y él mismo tuvo que ser ingresado durante cuatro años (1927-1931) en un sanatorio para curarse de tuberculosis.

Las lecturas y las reflexiones acumuladas en este periodo le transformaron en esa socorrida imagen de los hombres sensibles, herencia del siglo diecinueve: poeta y revolucionario. Muy afín a las causas proletarias, publicó Tractores (1934), inspirada en el futurismo de Maiakovski, y a continuación el largo poema Epitafio (1936), que muestra en un lenguaje coloquial un emocionante arrebato de fraternidad. Llamado a la prudencia por el régimen autoritario en agosto de 1936, adoptó un lirismo que dejaba entrever la angustia en El canto de mi hermana (1937). Durante quince años se dedicó por completo a luchar contra la dictadura, tarea que le acarreó cuatro años de cárcel en diferentes campos de reeducación. Tuvo que esperar su puesta en libertad, en 1952, para publicar cantidad de textos escritos con anterioridad, entre los que destaca Grecidad, 1954, himno a la tierra engañada de Grecia. A continuación llegaron las grandes obras de madurez, escritas en Atenas en un periodo de tregua y recogimiento: en Cuarta dimensión (1957), publicada poco antes; La Sonata al claro de luna (Premio Nacional de Poesía en Grecia, 1956) inaugura la serie de monólogos teatrales en los que se mezclan elementos filosóficos, líricos y dramáticos: Las ancianas y el mar (1958), La casa muerta (1962), Orestes (1966), Helena (1972). Todas son composiciones monumentales que reflejan una confidencia sin énfasis sobre la vejez, el descalabro de las relaciones familiares, el distanciamiento que existe entre las exigencias personales y los imperativos colectivos.

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