Diario de Viaje 
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11 

Si yo le preguntara a un neoyorquino de a pie cómo llegar al Carnegie Hall, me daría las instrucciones precisas para arribar a ese edificio mítico ubicado en la séptima avenida y la calle 57, mismas que, en el supuesto de estar en ese momento al sur de Manhattan, implicarían al menos dos transbordos en el tren subterráneo y caminar dos o tres manzanas. Si, en cambio, ese neoyorquino de a pie, fuera por azar, digamos, un violinista o un cantante de ópera y yo le preguntara ¿perdone, buen hombre, cómo llego al Carnegie Hall?, su respuesta sería: ¡ensayando!, ¡ensayando!

Andrew Carnegie compró a finales del siglo XIX algunos terrenos en una zona en donde predominaban los bares, tan solo a unos metros del Times Square. Eran los tiempos en que Nueva York estaba creciendo exageradamente. Su epicentro cambiaba de latitud con frecuencia y ya faltaban pocos años para que Nueva York y la ciudad de Brooklyn se unificaran, aleación que traería consigo también la anexión del Bronx, el barrio de Queens y Staten Island. Fue por esos tiempos cuando la ciudad se conducía a sí misma a consolidarse como la capital del mundo, que Carnegie, filántropo emprendedor, proyectó un recinto en donde la música y la cultura encontraran refugio.

Encargó entonces su construcción a dos arquitectos: William Tuthill, músico de pasatiempo, a quien debemos la maravillosa acústica que hasta la fecha tiene el lugar y Richard Hunt, responsable del diseño neorrenacentista y quien ya había ganado fama por haber construido el pedestal de la Estatua de la Libertad. Ambos entregaron como resultado el hall de conciertos más importante de occidente, mismo que llevaría el nombre de su valiente visionario y que abrió sus puertas en 1891, con la presentación de nada menos que de uno de los grandes pianistas de la historia: Piotr Ilich Tchaikovski.

Desde ese año, el Carnegie Hall es el Monte Olimpo de los músicos de todos los géneros. Si tocar en el Madison Square Garden significa una consolidación comercial, el conquistar por una noche a los dos mil 800 espectadores que caben en el auditorio Stern del Hall, significa asegurar un lugar en el panteón de artistas que legarán al mundo su trabajo y que trascenderán durante siglos y siglos por su lírica, virtuosismo e influencia. Si ya has tocado el Carnegie, tu nombre quedará asegurado por siempre en la historia.

Grandes actores de la música contemporánea han tenido su consolidación en el escenario de este céntrico recinto. El jazz, por ejemplo, tuvo su legitimación cuando en 1912 se realizó el primer acto de música negra en un lugar de esa talla. Más tarde George Gershwin, en 1925, estrenó ahí su concierto para piano en Fa; después, en 1938, Benny Goodman y Count Basie reafirmarían su posición en la música popular y, en 1943, Leonard Bernstein debutaría ahí su titánica carrera como director de orquesta.

Pero no sólo ha sido auditorio en donde los músicos han consolidado sus propuestas. Winston Churchill lo hizo en 1901, al hablar ante un auditorio repleto. También lo harían en los años siguientes Albert Einstein, Booker T. Jones y Martin Luther King.

Después llegaron The Beatles, luego Judy Garland, Simon & Garfunkel y finalmente Bob Dylan le haría entender a la historia y a la música que los tiempos estaban cambiando.

En cuanto a Latinoamérica, el Carnegie Hall ha servido también como escenario para encarnar varios legados, que aunque pocos, son igual de importantes. Uno de ellos, el más notable de todos, fue el concierto inolvidable que Mercedes Sosa realizó en marzo de 2002.

Todo lo anterior viene al caso porque el viernes pasado, un latinoamericano, argentino también, al igual que Sosa, conquistó el auditorio Stern: Fito Páez llegó por fin al mítico Monte Olimpo, a la consolidación eterna, a la legitimación cultural de sus composiciones. Fito Páez no se la cree, pero estará digiriendo su New York minute como buen hijo de su natal Rosario, digiriendo su consagración temprana como un buen argentino.

Fito Páez debería estar despertando hoy en una Nueva York que recibe al otoño con paciencia, despertando con el oro en sus manos, tocando el mismo piano que tocara Tchaikovsky, pisando el mismo piso de madera que recibiera a Stravinsky; cruzando la misma intersección que alcanzaron sus héroes más grandes: esa que está en la 57 y la séptima.

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