Eureka
Por: Dolores Mendoza / @LolaMenrom ‏  

-Esto lo escribí para una persona que nunca podrá leerlo.

 

Decidí dejar el título del texto que estaba escribiendo, porque algo debía quedar del tiempo que había invertido en él.

Quería narrarles la experiencia de un día poco habitual en el trabajo, de cómo pasé casi todo el día en carretera y sobre caminos de piedra, que las casas y las personas de pronto desaparecieron, y que hubo un momento en que parecía que lo único que había alrededor, eran cerros rebosantes de vegetación.  Los derrumbes sobre el camino no me impresionaron tanto como las cascadas que me encontré, una tras otra, sobre la pared del cerro.

Estaba decidida a describirles la realidad de los otros pueblos mágicos que hay en el país, esos que no tienen en sus centros bonitos kioscos, ni jardines o casitas de teja. Quería escribirles sobre lugares con un lúgubre misticismo, donde no hay caminos y las casas se pierden entre el monte, donde las camas, si las hay, son sólo tablas.

Estando ahí me encontré con un dilema, pues no supe diferenciar si a quienes vi les pesaba más el camino o la soledad. Distinguí fácilmente el cansancio en su mirada y los años en su piel, pero la soledad de algún modo estaba implícita, tal vez en el aire o las veredas, o en el silencio y la tranquilidad.

Probablemente fue esto último, la tranquilidad. No había niños y mucho menos jóvenes, todos ahí eran adultos, y algunos muy mayores. No comprendía como, de algún modo, se habían quedado solos.  Hasta que partí y me di cuenta que era uno de esos lugares en los que para irte, necesitas no voltear atrás.

 

Para mi querida maestra:

Bien sé que te hubiera gustado que terminara de escribir lo que empecé; como es mi costumbre, culparía a alguna autoridad, tal vez, hubiera señalado que el rezago en el crecimiento de la economía del país estaba rompiendo familias y dejando pueblos desolados. Me hubiera quejado de los caminos y la falta de escuelas y centros de salud.

“Dejan a su suerte a nuestros pueblos indígenas” esa oración, sin duda, la hubiera ocupado.

Pero mientras escribía, una conversación que había dejado varios días en visto llamó mi atención. Alguien de los ñoños de la prepa abrió un grupo de WhatsApp, no decimos mucho, solo planeamos reuniones que nunca hacemos y nos contamos lo mucho que nos extrañamos. Pero ahí estaba un pequeño mensaje que empezaba así: “Una prima mía fue a Tuxpan” y terminaba con un recalcitrante “dice que se encontró a la maestra Brenda, y que ya no ve”.

Créeme, maestra. Las últimas semanas, antes de leer ese mensaje, estuve pensando en ti. Me había dado cuanta que de pronto desapareciste de las redes sociales. Ya no le dabas like a las fotos ni hacías comentarios sobre nuestros logros. Egoístamente, empecé a resentir tu ausencia porque no habías dicho nada, ahora que empecé a escribir.

No sé cómo expresarte lo mucho que me duele lo que te está pasando, infiero que es una de las secuelas del lupus. Pero eres fuerte. Pasaste toda una vida viviendo junto al mar y te preparaste para ser Bióloga Marina, y de repente, sin avisar, se te presentó esa condenada enfermedad. La afrontaste y soportaste no dedicarte a algo para lo técnicamente naciste,  cambiaste tus caminatas por la playa, los barcos, las lanchas y el buceo, por dar clases en un pueblito a orilla de carretera, rodeada de chamacos incultos a los que les gustaba hacerte enojar.

Sé bien que has superado, y por mucho, la esperanza de vida que los doctores estimaron para ti. Me gusta pensar que el tiempo que pasaste con tus alumnos, que el tiempo que pasaste con mi generación, ayudó en algo.

Maestra, cambiaste el rumbo de nuestras vidas. Y no hablo sólo por mí, sino por todos los que te supimos escuchar. Recuerdo que fuiste la única que entendió la razón por la que decidí no estudiar medicina. Me arrepiento, quizá en lugar de estar escribiendo, estaría buscando una cura para tu enfermedad.

Pero bueno, ambas sabemos que el hubiera no existe.

Quiero que sepas que aún sigo los consejos que me diste: me gustaría decirte que recuerdo cómo hacer despejes pero se me está oxidando el cerebro; tal vez se está atrofiando, como nos contaste que pasó con las alas de los pingüinos.

Te advierto que te estamos buscando, y sí algún día podemos ponernos de acuerdo, iremos todos juntos a verte. Me imagino que estás con tus tías, regañándolas porque te apapachan, y que estas ingeniando la manera de deshacerte de ellas para valerte por ti misma.

Espero que un día no muy lejano alcances a distinguir nuestras voces entrando por tu ventana. Tenemos muchas cosas contarte. Y tal vez, si te animas, puedas darnos una última lección.

 

Te quiere

Lola.

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