Por: Mario Alberto Mejía
“Cómo extraño New York”, dices en inglés
cruzando la pierna sobre tu delgada pierna.
Puebla hacia 1999, cuando el polvo cubría el aire
con su intoxicada polución.
Ya nadie habla en inglés en los restaurantes
y se ha terminado el aire cosmopolita
de esa conversación.
Los duques han dejado su lugar
a los hombres violentos que lanzan ceniceros
en los salones de los hoteles.
El grito y el insulto son ahora
las cartas credenciales de los nobles españoles
que esperan la muerte de su madre
para heredar el título de duques.
Cómo extraño New York,
pero el mesero que les sirve Etiqueta Azul
no entiende una palabra de esa conversación extraña
de los hombres extraños que beben en la terraza
de un restaurante poblano
sobre la avenida Juárez.
Los duques de hoy ya no ven a Juan Carlos
con respeto.
Qué rápido se agotaron los buenos modales
de la Corona española.
Hoy, los nobles sólo saben de negocios,
lavado de dinero, paraísos fiscales,
sexo en los moteles.
Las buenas costumbres se acabaron.
La rigidez de una mesa puesta con esmero
es hoy una estampa en decadencia.
Los nobles prefieren tocarles las nalgas
a las escorts de lujo
en habitaciones pobladas de polvo
y polución.
Y mientras Juan Carlos enfrenta la prensa negra
y la mirada aniquilada de Sofía,
los duques y los condes voltean hacia otro lado.
A su chablís, por ejemplo,
a sus ostras Beau Brummell
en el restaurante Wiltons de Londres,
símbolo de la era georgiana.
La duquesa Yeidckol, muy sutil,
voltea hacia sus cuentas suizas
en lo que pasan los desdoros del rey emérito
y la Corona.
Su hijo, en tanto, heredero único al ducado,
se pasea en ruedas de prensa y en calles vulgares
lanzando ceniceros en salones de lujo.
No estamos en el París de la Comuna
ni en el Londres poblado de anarquistas
de bufandas largas.
No estamos en el siglo 19
ni hay barricadas en las calles.
Puebla hacia 2018,
lejos del “cómo extraño New York”
y de la comilonas emblemáticas
del joven aspirante a duque.
Cómo han cambiado las cosas en la aldea,
pero aún quedan resabios de nobleza.
Un activista de los derechos humanos
—un barbado aspirante a Jack the Ripper—
pierde la paciencia de los días felices
y juega a ser un Dios espurio,
un Dios abalanzado sobre los cuellos
de sus contrincantes.
El joven aspirante a hipster pierde en el camino
la mirada bondadosa, las buenas palabras,
y una biografía en inglés de Mother Teresa.
Luego,
—ah, la prisa de los tiempos—
llorará ante un San Sebastián de pino o de nogal
y se arrepentirá de sus demonios.
Pero Juan Carlos, Juan Carlos, el muy emérito,
y su amante alemana, y su amante española,
he ahí la moda en los temas de los probables duques
que leen las revistas de corazón
buscando en los obituarios el nombre de su madre,
o leen Hola para certificar
su buena cuna.
Y mientras el tintineo de las tazas de té suena a nostalgia,
en los polvosos bulevares las marchas de protesta
sorprenden al aspirante a duque con un gesto iracundo
y una frase desaseada, lejos de los buenos modales
de la Corte española, cerca de las cloacas
y los malos humores.
El joven prospecto a duque está enojado,
pero más furioso, fuera de sí, el rey Juan Carlos
lanza ceniceros sobre la cabeza desmembrada de Sofía,
la fiel Sofía, y sobre las nucas de la nobleza
entera, que hace como que no ve las cuentas en Suiza,
la caza de elefantes en Botsuana, el Caso Nóos,
las comisiones de la Meca,
la lengua larga de Corinna.
Cómo extraño New York,
cómo extraño el Ritz de España, el de Madrid,
cómo extraño los amplios bulevares de París,
y las largas comidas en el Wiltons
con sus ostras Beau Brummell
suculentamente rebozadas.
Y los meseros, altos como una torre,
enorme torre, elevadísima, desde la que vomito
sobre las multitudes que gritan
“¡el rey ha muerto! ¡viva el rey!”.
Rincón de San Andrés, Puebla, julio de 2018
