Me Lo Contó La Luna
Por: Claudia Luna/ claudiarl92@hotmail.com

Era la segunda vez que visitaba El Menil, en Houston. Un museo que se construyó para albergar la colección de John y Dominique de Menil, una pareja amante del arte. Tan pronto entrar y, al igual que en mi visita anterior, me dirigí a las salas que alojan la colección permanente. Estas obras son de diferentes periodos y provienen de distintos lugares del planeta, aun así, parecen convivir armoniosamente, posiblemente porque son similares en calidad estética.

La primera pieza que vi fue un hueso del paleolítico, era de 15,000 a. C. Medía unos 15 centímetros de largo y tenía tallada una manada de caballos. Al observarla con detalle, pude ver a los animales en plena carrera, hasta logré verles las crines al aire. Entonces, tuve una epifanía, imaginé a un hombre, hace miles de años, hechizado al contemplar la manada. Fue tal su embeleso que plasmó la imagen en un hueso. Miles de años después, pudo compartir su sorpresa con quienes pasamos por delante de su obra. El sentimiento viajó a través del tiempo.

En la misma sala había una magnífica colección de caballos de los siglos VIII y VII a. C. Espléndida no por su tamaño, ya que las piezas eran miniaturas, sino por su gracia y candidez. Los había en distintos materiales. Un par de ellos eran de alabastro que, más que contemplarlos, me provocaba meterles una mordida porque parecían hechos de azúcar. También los había de metal que se asemejaba a la plastilina negra, daban la impresión de estarse derritiendo. Otros más eran gorditos y de arcilla colorada. Todas estas piezas hacían patente que los autores no tuvieron más pretensión o necesidad que la de comunicar. Exudan sinceridad y eran de hechura tan ingenua que pudieron haber sido la obra de niños.

Al seguir la marcha, me topé con un retablo de El Fayun (la zona de Egipto dónde se encontraron mayor cantidad de estas piezas, por eso llevan su nombre). Estos retratos funerarios, realizados sobre madera, siempre logran hipnotizarme. Se usaban para cubrir el rostro de las momias y debían ser lo más realista posible para que el fallecido lograra ser reconocido en su paso al más allá. El retablo que vi era del siglo II y sumamente detallado. Mostraba a un joven barbado con cabello rizado, ojos redondos con pestañas largas y mirada ausente, como si el joven ya hubiera empezado su viaje al otro mundo cuando el artista lo retrató.

En la sala africana, percibí el ambiente pesado. Aunque era la única persona en el salón, me sentía rodeada de presencias. Me recorrió un estremecimiento. Miré por encima de las esculturas, buscaba un lugar seguro donde aterrizar la vista. La mayoría de las piezas habían sido creadas para llevar a cabo rituales, de ahí su vibración. Una escultura de madera, en el centro de la sala, llamó mi atención. Era la figura de un hombrecito de unos cincuenta centímetros de alto. Tenía el cuerpo totalmente cubierto de clavos. Parecía habitar el infierno y gritar con desesperación. Entre los clavos, se podían ver pedazos de cuerda y plumas, lo que lo hacía todavía más inquietante. Yo no lograba moverme, el hombre de madera me devolvía la mirada con ojos abiertos como platos y por una boca de dientes afilados parecía soltar alaridos. Se trataba de una figura Nkisi, proveniente de Angola. Los Nkisi son figuras habitadas por espíritus que se utilizan en rituales para erradicar el mal o para castigar a los malhechores. Este Nkisi era también un N’kondi o cazador. Esta palabra hace referencia a su poder para rastrear agresivamente a los delincuentes. No necesité más explicación, me resultó evidente que esta figura había sido usada para castigar a cientos de bribones.

Cuando al fin pude moverme, decidí buscar algo menos perturbador. Esta vez, mi vista se posó en una hermosa y pulida escultura de madera. Una mujer sentada en cuclillas protegía, en su regazo, a su hijo. Ella muy erguida, con el tronco desproporcionadamente largo, me hizo pensar en un edificio en el que el hijo era cobijado.

Los autores de estas piezas jamás soñaron que sus obras adornarían las galerías de un museo y que los visitantes se acercarían a contemplarlas con distancia y acato. Tal vez la razón por la que me gustan tanto es porque no hubo pretensión al crearlas ni rollos intelectualoides para explicarlas, es decir, solo son. De la misma manera hay que acercarse a ellas: con respeto, la mente clara y sin expectativas.

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