Diario de Viaje 
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11

A veces siento como si todas las cosas que hay en mi recámara se me cayeran encima, una tras otra, sepultándome, reclamando atención, reprochando la falta de ella. Usualmente ocurre los domingos por la tarde, cuando todo lo que hay en ella se convierte en un cuadro delirante de Dalí; también el sillón verde y una caja con negativos, todo se derrite tocado por la luz del sol naranja de este maldito horario de invierno que nos quita media tarde y media vida.

Las cosas se caen, se van desintegrando, o qué se yo, pero están estáticas y desvaneciéndose al mismo tiempo. Es algo muy extraño.

Un libro comprado y nunca leído, que todavía tiene el plástico y la etiqueta de la tienda. Una carta que me dieron una vez y que juré guardar en la caja donde van las cartas. La capa de polvo conformado de partículas urbanas que se escabullen a través del mosquitero y de mi piel muerta. Una aureola de vino seco en el buró, un cuadro chueco colgando en en el lugar donde se suponía que solo estaría provisionalmente. Mi cuarto es, en esencia, un rectángulo que algún día compartí con mi hermano y que ha sufrido varios cambios desde siempre. Hoy se ha convertido poco a poco en un cementerio de memoria que igual ya no reclama nada.

Pero también lo es la ciudad.

El día que mataron a una mujer cerca de mi casa

sentí lo mismo (lo de las cosas cayéndose). Cuando salí a la tarde de ese día que había sido más frío que todos los demás desde el amanecer, la decadencia estaba en todas las esquinas. Había una capa de polvo invisible, pero no de piel sino de todo menos piel. La gente parecía nerviosa, defensiva y los coches detenidos en el tráfico se derretían como lo hacen mis libros y la televisión los domingos por la tarde, solo que no eran derretidos por la luz del sol sino por gotas gruesas de lluvia que le daban realismo al derretimiento de las láminas.

Todo nos estaba sepultando, a mi y al señor que tocaba su claxon en el carril de junto, mientras un anuncio con cascabeles navideños en la radio anunciaba una súper venta de juguetes para complacer a los pequeñines de la casa.         Todo nos sepultaba, como si la muerte rondara por los pasillos que forma el tráfico detenido, helándolo todo.

¿Cómo llamarle a esa sensación de las cosas cayéndose encima de uno? ¿Cómo demonios describes a una ciudad que se derrite por la muerte y el desorden? ¿Para qué nombrarlo de todas formas?

Una extraña etapa sería muy optimista. Gajes de la clase media sería bastante técnico. Tiempos difíciles es indiferente.  Depresión pre-navideña sería aceptar la frivolidad de todo lo demás, e, incluso, sería todavía muy optimista

 

Qué días tan oscuros.

           

             Eso, así sería.

 

***

PS

Después de un curso intensivo de japonés me siento listo para ir a Miniso.

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