Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11 

 

Los premios, todos ellos, son una mera formalidad.

Todavía más si alguno de ellos es otorgado por una suerte de “academia”, el cual es un término que me da comezón en todos lados. Me imagino a unos señores, con corbatas
de Hermès, sentados a una gran mesa, decidiendo sabiamente sobre asuntos que la gente común no entiende (o cosas que ellos creen que la gente común no entiende).

El jueves pasado fue la ceremonia de entrega de los Latin Grammys. La vi televisada, claro, porque no soy lo suficientemente influencer como para que me inviten, y no
me sorprendió en absoluto ver interpretaciones en vivo carentes de estilo y de talento; actos mal logrados (véase la parte acústica de J Balvin o la inverosímil actuación de
Ozuna)

Y no, no es un secreto que de algún tiempo a estos años, la industria de la música popular se ha visto inmersa en la vacuidad y la monotonía, condición que no es
exclusiva de “estas generaciones” como muchos idealistas del Facebook y Twitter, esos que piensan que sus gloriosos 80’s fueron un caudal de obras magnas, lo pregonan: cada
generación ha tenido su dote de frivolidad, y la que vi el jueves en los Latin Grammy, es la nuestra.

Pero no es el final de los tiempos. No es la crisis de la humanidad encarnada en ritmos tribales y repetitivos.

Tampoco estamos ante el triunfo del capitalismo sobre la creatividad realmente valiosa. Es lo que es: una pereza comercial que se ha prolongado bastante y que está
sustentada por una formalidad “académica”, que más que perfección y calidad busca vender y vender y vender.

Si usted detesta el reguetón, señor, señora, no escuche reguetón, mejor vea su cartelera local y apoye a los músicos que crean cosas nuevas e interesantísimas todos los días; si usted piensa que Maluma es el mal de la misoginia en carne propia, ponga un poco más de atención a los músicos que no llegaron en limosina a los Grammy y que
saben muy bien cómo hilar dos frases en una canción (véase Jorge Drexler, El David Aguilar e incluso, Rosalía); si piensa que usted y solo usted puede amar a Queen y lo hacía incluso antes de ver Bohemian Rhapsody, no se haga el sabelotodo y comparta lo que sabe, enseñe, no solo Queen, sino todos los músicos de su generación, esos que
nunca ganaron Grammy a las “generaciones de ahora”, esas que usted critica y que jura que “están perdidas” porque en Spotify solo escuchan “Felices los cuatro”.

Comparta su amor por la música, no se lo quede para usted nada más. Ah, y en cuanto a lo de Luis Miguel, la escena es más o menos así:

El Sol despierta en su casa de Miami, su cuerpo rueda por la sábana de satín. Su mayordomo da dos golpecitos en la puerta antes de abrir, lo hace por mera
formalidad, no precisamente por pedir permiso. Al entrar cruza la alcoba que es del tamaño de dos salas normales y abre las cortinas. El Sol se quita el antifaz con el que se ha acostumbrado a dormir todos estos años y sus ojos apenas
logran acostumbrarse a los rayos de luz.

El mayordomo, sin violar con la vista la privacidad de las primeras horas de su amo, comienza con la letanía que es siempre la orden del día de un monarca: “Hoy tiene
junta con fulano, tiene que llamar a zutano, su jet privado sale a las tantas y su masajista ya le espera.”

Es solo cuando sale de la alcoba que se detiene y regresa para decirle: “Ah, y por cierto, ayer me parece que ganó un Grammy, señor, pero no estoy seguro”.

No lo culpo, a Luis Miguel le da enteramente igual si gana uno o sesenta Grammy.

Lo que me preocupa es esa “academia” que le da un premio no a la calidad ni a la
producción de un álbum (que vale decir que empieza con una canción que se llama “La Fiesta del Mariachi”) sino a una serie de Netflix.

¿La industria musical estará desesperada porque ya no marca la agenda del entretenimiento? Yo no sé, pero aquí seguiré contando.

***

PS
Hay los que se sienten más machos por llegar a un lugar y solo saludar a sus compadres

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