Sin importar las inclemencias del tiempo, los centroamericanos siguen su camino con la ilusión de llegar a Estados Unidos
Por: Guadalupe Juárez
Niños en brazos de sus padres, otros en carriolas, unos más de la mano de quien los ha traído a otro país; mujeres cargando una colchoneta en la espalda y hombres con botella de agua en mano y mochilas viejas sobre sus hombros cruzan la autopista Puebla-México, a la altura del hotel Fiesta Inn, esquivando los automóviles que circulan a gran velocidad.
Son apenas las 14:00 horas del primer domingo de noviembre, el cielo está nublado y anuncia con brisa que pronto lloverá.
Una mujer se queda atrás al no poder brincar una guarnición de concreto con su hija, quien rechaza la mano de una desconocida y prefiere esperar a su madre para pasar. En el primer carril que cruzan, los autos no se detienen hasta que una conductora decide frenar para que una familia entera llegue al otro lado de la pista.
Arriesgar la vida no valió la pena. Al llegar y acomodarse en un tráiler que traslada automóviles de la Volkswagen —conocido como madrina— que estaba estacionado en una gasolinera, les había dado esperanzas de llegar a Ciudad de México lo más rápido posible.
Pero esa idea se desvanece al saber que no hay un conductor que los lleve, que el vehículo que se había convertido en un aliento no arrancará, que tendrán que seguir a pie hasta que encuentren un jalón, de la misma forma que han logrado atravesar Chiapas, Oaxaca, Veracruz y ahora Puebla.
La desesperanza los lleva a tomar un descanso en una gasolinera. En el espacio hay un restaurante llamado El Camionero y sanitarios que han podido usar. La parada les ha permitido a camionetas y vehículos particulares detenerse y regalarles naranjas, ropa y agua embotellada.
Los integrantes de este contingente aprovechan para cambiarse la playera, algunas ya con lodo, o zapatos por un calzado más ligero para tratar de aminorar el dolor de haber caminado por horas.
Un niño llora de la desesperación junto a su padre y un perro nombrado Rambo, que también acompaña al grupo de migrantes, mueve la cola a cualquier extraño. Su dueño dice que no tuvo el corazón de dejarlo y por eso lo trae con una soga en el cuello, “él también es migrante”, afirma.
Este grupo conformado por al menos 200 personas es parte de la Caravana Migrante —integrado en su mayoría por hondureños— que este domingo atravesó la capital poblana y que con el paso de las horas se fragmenta cada vez más.
Desde que se separaron en Veracruz, unos han optado por permanecer al menos un día en la entidad poblana, otros, a paso lento prefirieron seguir la autopista y ni siquiera aparecerse en los albergues, a pesar de la insistencia de los agentes migratorios y de voluntarios de la Organización de las Naciones Unidas que esperan en la carretera para orientarlos.
La voluntad se desvanece
María Isabel Reyes, de nacionalidad hondureña y de 39 años de edad, junto a sus hijos es de las familias que no han podido seguir el paso de los demás. Sentada en una banqueta, sobre la avenida 4 Poniente, a ocho calles todavía de uno de los refugios que habilitó la Arquidiócesis poblana, el de Nuestra Señora de La Asunción, ubicada en la colonia Aquiles Serdán, al norponiente de la capital del estado, dice que “todo lo bueno cuesta” y que el cansancio que por ahora la ha vencido y que ha llevado a una de sus hijas al hospital por un día, valdrá la pena.
Su hijo de 18 años lleva varios intentos para que un taxi haga una parada, sin éxito, pregunta cuánto falta para que lleguen a la autopista a pie, o cuánto falta para que lleguen a uno de los albergues, o qué tiene que hacer para que el transporte acceda a llevarlos, a él y a sus dos hermanas que tienen gripe y a su madre que ya no tiene fuerza para seguir empujando la carriola.
“Allá la vemos, madre. Váyase con calma, allá nos vemos”, le dicen a María Isabel tres hombres que se cansaron de no conseguir un taxi y que aún tienen fuerzas para caminar.
Una de las mujeres que se encuentra a su lado y que por el dolor de cabeza que le aqueja no puede ni decir su nombre, logra conseguir un taxi para que, a su pesar, la lleve a la parroquia y ya no a la autopista Puebla-México, donde habían quedado de reagruparse para evitar que se siguieran fragmentando.
Un respiro
Hace 12 horas que llegó un grupo de 500 migrantes a la parroquia de Nuestra Señora de La Asunción. No hay espacio en el suelo o banca dentro de la capilla que no haya sido ocupada por una colchoneta y cobijas.
A las 8:00 horas del domingo hay niños, mujeres, ancianos y hombres que aún descansan, mientras cámaras fotográficas y de televisión los captan al despertar y estirar los brazos, o en lo que acomodan sus cosas, o cuando platican entre ellos para organizarse en una fila para asearse o recibir su desayuno.
Hay otros grupos que han preferido instalarse en el parque de enfrente, aprovechando los árboles para improvisar unos tendederos, o la llovizna para rasurarse.
El padre Gustavo Rodríguez Zárate, encargado de esta parroquia, afirma que esta primera parte de la Caravana Migrante ha llegado por sorpresa, que en lo que va del día no ha visto a los organizadores como en ocasiones anteriores. Pero, dice, respira porque ante la eventualidad ha podido atender a los mil 500 centroamericanos que pasaron por la capital poblana.
El párroco denuncia que hay quienes los han alentado a seguir, pero que los han abandonado en el camino, a su suerte. Con menores de edad que ya padecen gripe provocada por dormir a la intemperie y el cambio de temperatura.
Es el caso de Elda Dinorah Laínez, originaria de Honduras. Viaja desde El Progreso del departamento Yoto desde hace 22 días con sus tres hijos, dos niñas y un varón de ocho años, quien en su país ya trabajaba para intentar aminorar la pobreza de su familia.
“Venimos pidiéndole a Dios, a ratos derramando lágrimas de dolor por ver tanta cosa de que a veces se caen de los tráileres, de ver a los niños enfermos, de dormir en la calle porque no duerme uno por cuidar a los niños”, relata mientras peina con sus manos a una de sus hijas en una banca del parque frente a la parroquia. La menor tose en varias ocasiones, pero sonríe a su madre después de que termina de recoger su cabello con una liga.
“No extrañaré a mi país, porque todo lo que necesito lo tengo aquí”, dice Elda al señalar a sus hijos y asegurar que puede llegar a Estados Unidos y que ahí, podrá juntar —hace cuentas— hasta 30 dólares de ser posible a la semana y enviarle a sus dos hijas adolescentes que se quedaron en su país, para terminar sus estudios. Lo único —se retracta— que sí extrañará de su lugar de origen.
Estados Unidos, la única opción
Pobreza, delincuencia, las pandillas, el cobro de piso a los negocios y la falta de oportunidades. Las razones del por qué integrar la Caravana Migrante de quienes la conforman, son las mismas que dice Mauricio González, quien proviene de El Salvador.
“Acuérdese —dice— que en todos los países como Honduras, El Salvador y Guatemala, hay pura pobreza y no se puede hacer nada, no hay oportunidades. Mi idea es pasar a Estados Unidos”, señala al reiterar que aún mantiene fuerzas para continuar en esta cruzada junto al resto de sus compañeros de la caravana.
Mauricio camina en muletas des- de que era niño tras un accidente automovilístico que le dejó una par- te de su cuerpo inmóvil, su discapacidad no ha sido impedimento para que esta sea la quinta ocasión que intente cruzar la frontera entre México y Estados Unidos. En esta travesía el desgaste físico se lo han llevado sus manos, por caminar por horas sosteniéndose de las muletas, aunque a diferencia de los demás —asegura— es menor porque ha podido trasladarse más rápido por los vehículos que lo recogen.
Ernesto, de origen guatemalteco y Ever, de Honduras, coinciden en que las condiciones en su país son insostenibles, tanto que el primero prefiere viajar con su bebé recién nacido y su esposa para buscar algo mejor, pese al peligro y las enfermedades a las que se han expuesto. Pero, dicen, la solidaridad y bondad que han recibido de los mexicanos les ha servido para retomar fuerzas y mantener el paso hacia su único objetivo: Estados Unidos.
