Me lo Contó la Luna
Por: Claudia Luna  / claudiarl92@hotmail.com

Valor y confianza ante el porvenir hallan los pueblos en la grandeza de su pasado.

Mexicano, contémplate en el espejo de esa grandeza.


Comprueba aquí, extranjero, la unidad del espíritu humano.


Pasan las civilizaciones, pero en los hombres quedará siempre la gloria de que otros hombres hayan luchado para erigirlas.




Jaime Torres Bodet

  

  

Con estas palabras se recibe a los visitantes del Museo Nacional de Antropología en Ciudad de México. Palabras que no alcanzan, que no son suficientes para preparar al visitante para lo que verá en el edificio que alberga siglos de historia.

En el vestíbulo del museo, antes de entrar a las salas de exhibición, hay un mural de doce metros de largo realizado por Rufino Tamayo. En la pintura, una serpiente y un jaguar luchan atravesando el día y la noche, la vida y la muerte.

Parada frente a la obra de Tamayo, me percaté de que no hay vencedor ni vencido, tampoco bien ni mal. La serpiente avanza con las fauces abiertas para cubrirlo todo de luz al despuntar el día, en contra parte, el jaguar, de un manotazo, tapiza el cielo de estrellas al anochecer.

Construido en 1964 y diseñado por el arquitecto Pedro Ramírez Vásquez, el Museo de Antropología es, sin duda, uno de los diez más importantes del mundo.Al visitarlo, comprobé el detalle y cuidado con el que se muestran las culturas precolombinas. Por otro lado, es de fácil acceso al público, se dirige tanto a los especialistas como a la gente común. Todos los visitantes, jóvenes y viejos, parecían encontrar eco y respuestas en él.

Una de mis salas favoritas fue la mexica. Parada en la entrada, me hizo pensar que estaba en el altiplano y contemplaba el valle. Era un espacio amplio de techos altísimos, con varios niveles hacia abajo y con una museografía y diseño que le roban el aliento a cualquiera. Me recibió un enorme jaguar de piedra (océlotl) y, a lo lejos, vi cómo la gente se arremolinaba alrededor de la Piedra del Sol.

Parecían querer descifrarla y escuchaban a alguno de los muchos guías que explicaba su intrincado diseño. A un lado estaba la magnífica y terrible Coatlicue, la de la falda de serpientes, quien lucía un collar de manos y corazones al cuello. La escultura medía tres metros y medio de alto y estaba subida sobre un pedestal. Tuve que echar la cabeza hacia atrás para admirarla y no puedo sino abrir la boca con asombro al descubrir las dos serpientes encaradas que formaban su cabeza, símbolo de la dualidad y que, según dice la historia, al unirse dan origen al universo. En toda ella estaban presentes la vida y la muerte.

En la sala maya se muestra con lujo de detalle que los mayas fueron científicos, artistas, astrónomos que desarrollaron un calendario casi perfecto y, en general, un pueblo que utilizaba una escritura avanzada. Al caminar por la sala, me sorprendió encontrar la fachada de una pirámide y no pude sino tratar de imaginar el estupor de los europeos al encontrar construcciones como ésta, de varios pisos de alto, en colores brillantes, adornadas con serpientes y con lo que les debió parecer monstruos de otro mundo tallados sobre la piedra.

Al terminar el recorrido, vi nuevamente el mural de Tamayo. Entonces comprendí que, con su pintura, no sólo habló de las culturas que nos precedieron; su obra es un puente y una gran enseñanza que nos ayuda a asumir nuestra mexicanidad y pasado glorioso, así como a transportarlo a la época moderna. Con su trabajo, Tamayo atravesó el tiempo. Pintado en 1964, el mural es contemporáneo y, lo que es más, sin dejar de ser la obra de un artista mexicano, se volvió universal. Le habla al mundo entero.

Al salir del museo, las palabras no me alcanzaban, no me eran suficientes para explicar el orgullo que sentía por mi México. En el complicado momento político que vivimos, en el que muchos vemos con temor e incertidumbre el porvenir, es propicio recordar de dónde venimos y la grandeza de nuestro pasado para, como lo hizo Tamayo, cruzar hacia el futuro.

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