Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11
No había un alma en el malecón más que la mía y la del señor que vendía cocos, ni un ruido más que el del mar y la voz del mismo señor, que hablaba por celular con alguien que le debía tres piñas.
Yo me engullía un coco rebanado dentro de una bolsita de plástico, con chile y limón, mientras intentaba descifrar el misterio que siempre me ha representado la Isla de los Sacrificios. ¿Quién vivirá ahí? Podría pasar horas viéndola. Más abajo, en la playa, una pareja de mujeres jugueteaban aventándose bolas de arena.
El aire, como siempre, olía a sal.
Un coche se detuvo a un lado del puesto de cocos, luego apagaron su motor, dejando notar la música que venían escuchando sus pasajeros. Era el vals “Fascinación”, cantada a modo de bolero. Del coche, un Chevy blanco, descendió una pareja que podría haber salido de una película ochentera, ella llevaba un fleco prominente y unas arracadas enormes, mientras que él, portaba un bigote negro y abundante, también unas gafas polarizadas. Pidieron una piña sin licor y el señor del puesto, que ni un momento dejó de hablar por celular, se apresuró a machetear el fruto con una facilidad que le delataba: había hecho eso desde siempre.
Cuando estuvo lista, ella tomó la piña con las dos manos, él le dio un billete al vendedor y luego recibió su cambio. Se recargaron en la lámina empolvada del Chevy y bebieron de un popote en turnos. “Fascinación” siguió sonando en segundo plano, parecía que lo haría eternamente. Ella le daba a él jugo y carne de la piña con una cuchara de plástico en la boca, se veían entre sí, pero nunca a los ojos.
Cuando terminó la canción, subieron nuevamente al Chevy y arrancaron. El sonido mecánico del motor y el escape se impuso sobre el mar y la voz del señor de los cocos, que seguía hablando por teléfono. Parecía que también lo haría eternamente. La pareja desapareció al fondo del bulevar al igual que el ruido del coche. En todo el tiempo que duró su ritual, nunca se dijeron nada.
Solo en Veracruz es más común ser testigo de este tipo de encuentros. Seres extrañísimos que existe solo a la vista, haciendo actos inverosímiles. El mismo olor a salitre o alga trae consigo cosas de otros tiempos que uno creía perdidas. Solo aquí, en Veracruz.
No estoy seguro si sea el mar o el faro de la isla, o el señor partiendo cocos o los papalotes en forma de avioncitos suspendidos en el aire, pero en algún lugar de aquí se rompió el ritmo de todas las cosas.
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Pablo Íñigo Argüelles Ávila. Ese es mi nombre completo. No es tan difícil, ¿o sí? No sufro de aquellos problemas que tanto aquejan -y de los que tanto se quejan vía Twitter- a los que ostentan nombres anglosajones. No hay W’s ni acentos raros, no hay pronunciaciones francesas, que son las más traicioneras. Vamos, yo no tengo problemas en Starbucks y, salvo la diéresis, no hay ningún otro signo que represente dificultad alguna, ni a la hora de pronunciar, ni a la de escribir. Bueno, tal vez la Ñ, pero eso me ha hecho iniciar más de una conversación. Soy Pablo siempre. Íñigo a veces. En Estados Unidos me dicen Señor Arguiles. Pero Nada más. De ahí en fuera, paso de sufrir con el nombre que me me fue dado.
Pues como dije en la columna pasada, fui a Veracruz a una encomienda por la que mis atentos anfitriones decidieron darme un diploma. ¿En qué parte creen que se equivocaron al escribir mi nombre?
Ni en Argüelles, ni en Ávila, ni en Íñigo. Fue en Pablo. Escribieron Pabio, con I, en lugar de con L. Todavía me dice el curioso personaje que me entregó el reconocimiento, con aplauso previo: “Qué curioso nombre, Pabio, nunca lo había escuchado…¿de dónde proviene?.
Seguiré contando.
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PS
Ya va siendo hora de adornar la rama.
