Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11
Wigberto comenzó su carrera de contador trabajando para Ernesto “Che” Guevara en el Ministerio de Industrias. Era la década de los sesenta, la Revolución acababa de triunfar. Unos cuarenta años después, lo conocí un diciembre, recargado en su Moskvitch naranja, detrás de un hotel a las afueras de La Habana. Me ofrecía un tour por la ciudad mientras el sol reflejaba en su frente y no me dio confianza a primera vista. El botones del hotel, un mulato enorme, me había recomendado no tomar ningún taxi que no fueran los autorizados por la administración; después, cuando viajaba en el asiento del copiloto junto a Wigberto unas horas después, cantando boleros de Agustín Lara, me enteré que los taxis autorizados, como en casi todas las ciudades, eran un mafia, misma con la que mi nuevo amigo no quería problemas, por eso aguardaba siempre en el callejón detrás del edificio.
Pero confié en Wigberto sólo porque comía un pan dulce mientras me hablaba. Las migajas se acumulaban en su barbilla y en las comisuras de los labios. ¿Quién, comiendo un pan, podría hacerte daño? Además, cuando acepté, sacó una bolsa y me ofreció uno.
-Son los que no se comen en el hotel donde se está quedando, amigo. A los mortales nos lo venden regalado. Ya le enseñaré dónde lo encuentra por si un día tiene mucha hambre y quiere comer barato-
Me subí al coche ruso y dimos marcha.
-Me llamo Wigberto, pero todos me dicen Willy, así que para usted soy Willy, mi amigo-, me dijo, mientras bajaba su ventana y el mecanismo hacía un rechinido.
La amistad quedó sellada cuando sacó un viejo cassette debajo del asiento y lo puso en el estéreo. Era de La Sonora Matancera interpretando “Los aretes de la Luna”, y nosotros cantábamos al unísono mientras pasábamos frente a la que me dijo, era la casa del Comandante.
Cuando pasamos junto a la embajada Rusa, un gran monolito de concreto que en tiempos de la Union Soviética debió haber representado todo el poder del primer aliado de la isla, me contó historias de espías. Nuestra primera parada fue un parque repleto de almendros, los árboles más grandes e imponentes que he visto jamás. Ahí, Willy, que ya rondaba los setenta años, comenzó a sortear los charcos y me llevó a un hemiciclo neoclásico que parecía estar abandonado, donde me contó de La Habana de antes.
Me hacía pocas preguntas sobre mi, aunque cuestionaba lo esencial de México. Nunca había llevado a nadie de mi país, más que a un español que vivía en Mérida, a quien me pidió que le escribiera tan pronto llegara de vuelta.
Willy me dio dos opciones: podríamos ir al centro y conocer el malecón, el Capitolio y la Catedral, la cual recientemente había sido visitada por el Papa Francisco, o podíamos ir a la Finca Vijía, la casa que había sido uno de los últimos hogares de Ernest Hemingway, y luego a Cojímar, el pueblo pesquero que había inspirado al estadounidense para escribir “El viejo y el mar”.
Es claro que elegí el segundo destino, así que emprendimos la huida y enfilamos por la Quinta Avenida hasta llegar a un túnel profundo que cruza el Río Almendares. Mágicamente, después de una sucesión impresionante de luces debajo del agua, salimos al mítico Malecón. Pasamos junto a la recién abierta embajada de los Estados Unidos y ahí, Willy me dijo que todo seguiría igual, aunque muchos de los vecinos de su barrio temían que a partir del próximo enero, todo sufriría un cambio significante.
Después de cruzar el centro, paramos por un guarapo, un agua fresquísima de caña de azúcar que venden camino a San Francisco de Paula. Una media hora después alcanzamos la entrada de la casa de Hemingway, un palacete color blanco que encumbraba una colina.
A sus puertas, me dijo Willy, nos recibiría un baobab muy viejo.
Yo, seguiré contando.
***
PS
¿Ustedes también tienen un amigo al que le encanta complicar su nombre? No sé, por ejemplo, “Hola, me llamo Anna, con doble N.”
