Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11
Un perro ladra lejos, las ramas de un baobab aplauden la humedad del aire.
La casa que tengo frente a mi hace venir a mi cabeza un cuento de Truman Capote, “Música para Camaleones”, que tiene lugar en una mansión tropical de alguna isla del Caribe, en la cual impera un aire de tensiones mientras un hombre, quizá el mismo Capote, y una mujer millonaria, tienen una conversación non sequitur que hace al lector clavar los ojos en la página con gran expectativa, solo para llegar a un sin sentido.
Pero esta mansión tropical que miro ahora perteneció a Ernest Hemingway. ¿Se habrán conocido alguna vez, Capote y él? ¿Habrán bebido juntos? De ser así, no en esta casa, no en Cuba. Quizá en Nueva Orleans, ahí sí es posible que un encuentro entre los dos ocurriera. Pero no acá; este lugar, no la casa, sino Cuba entera perteneció a Hemingway y a sus formas, a su alcoholismo y a su mal genio.
Qué paz se siente aquí. La Habana se ve a algunos kilómetros abajo pero hay que ponerse en puntas de pie para alcanzar a verla, así que seguro, Ernest se desconectaba siempre de todo, incluso de La Habana.
-Amigo, venga por aquí- Willy me sacó de mis cavilaciones. Cruzamos una terraza rodeando la casa y terminamos al lado de una ventana que revelaba el interior de una habitación en donde un viejo escritorio, más alto de lo normal, yacía como la pieza angular del cuarto.
-A Hemingway le gustaba escribir parado, por su herida de guerra. Mire todo sus libros, todo está intacto como lo dejó la última vez que estuvo aquí-
Y sí, el lugar tiene la paz de los lugares que ha visitado la muerte. Los objetos inertes dentro de la casa, la torre, los azulejos y los propios árboles, todo en la Finca Vigía, reclama memoria.
En lugar de ir a donde los demás turistas se dirigen, Willy me lleva a la alberca, y ahí cerca están enterrados solo cuatro de los más de cincuenta gatos y perros que acompañaron a Hemingway durante su tiempo en la finca. Black, Negrita, Linda y Nerón, un pequeño homenaje, un cementerio diminuto.
Después de analizar su cuarto en la torre y de pensar que se debió haber sentido el único hombre con vida en la tierra estando ahí, nos acercamos de nuevo al Moskvitch naranja y Willy arranca el motor.
-Yo tengo una hija, que ya se casó y que vive en Roma. Yo estoy solo aquí, en La Habana-
Yo no pregunté hacia dónde íbamos después de lo de Hemingway, solo me dejé llevar por mi nuevo amigo y por la música en cassette que cambiaba a ratos. Después de un trecho llegamos a Cojímar, un pequeño pueblo pesquero en donde Hemingway pasaba días enteros. Al entrar, sabiéndome turista, unos vendedores se acercaron a venderme collares y piedras que ignoré por completo. Caminamos frente a La Terraza, el bar predilecto del escritor, sin entrar.
-Aquí Hemingway comenzó a escribir su Viejo y el Mar. Yo todavía conocí al pescador que le inspiró- me dijo Willy.
Caminamos unos metros más hasta que llegamos a lo que creí que era una casa de una sola planta. Willy se paró frente a la puerta, luego husmeó por la ventana que tenía persianas de aluminio. Hizo sombra con su mano derecha.
-Mire adentro amigo, ahí sigue mi escritorio y mi máquina de escribir. Hace ya quince años que me jubilé de este despacho contable. Solo una ventana me separa de lo que un día creí que sería mío para siempre.- Yo no pude decir nada.
Visitamos el malecón de Cojímar, uno más pequeño y más modesto y menos mítico que el de La Habana, pero aún así ahí nos sentamos y vimos los barcos pesqueros entrar a la ensenada.
-Las cosas del pasado andan flotando por aquí, amigo. ¿Puede sentirlas?-
Cuando nos fuimos de Cojímar eran ya las cinco y media. Paramos en un restaurante a pie de camino, “El Pollo Loco” y Willy no me dejó pagar nada.
Entregó 30 pesos al dependiente y elegimos una mesa. Devoramos un pollo entero, frijoles y dos platos de arroz.
-Es hora de irnos, mi amigo. Tengo que enseñarle dónde venden el pan más barato de la Isla.
El viaje terminó en el sótano del hotel donde me hospedaba, en donde a Willy y a otras personas que vivían cerca de ahí, les vendían el pan más barato de la Isla. Sino el mejor, si el más barato.
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Ha sido para mí un enorme gusto leernos a lo largo de estas -algo así como- 30 columnas. Me tomaré unas desmerecidas vacaciones y volveré con ustedes el 14 de enero del 2019. Gracias por leer y felices fiestas a todos mis lectores.
Yo, seguiré contando.
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PS
No todos tuvieron la suerte de ir a un colegio en donde hubo un perro guardián llamado “El Max”.
