Me lo Contó la Luna
Por: Claudia Luna  / claudiarl92@hotmail.com

En casa de mi mamá hay una pared tapizada de fotografías de todos tamaños y de diferentes épocas, algunas de ellas se han vuelto amarillas por los años. Desde el muro, abuelos, padres, hijos y nietos parecen saludar con una sonrisa a quien los mire. Cuando algún miembro de la familia pasa por ahí, no puede evitar buscar su imagen en el atlas, posiblemente, como prueba de existencia. La última vez que estuve frente al muro, me encontré doce veces, sonreía o hacía muecas graciosas.

Entre las fotografías sobresale una que se nota antigua. Es el retrato de una niña de unos nueve años con el pelo recogido en dos trenzas. Viste un uniforme escolar de grandes cuellos blancos que tienen al centro un moño enorme. El moño de satín es tan festivo como su sonrisa y tan brillante como su mirada.

La pequeña del retrato nació en su casa cuando nadie la esperaba. Fue un día en que su mamá estaba sola y llegó una prima a saludarla. Tal vez por eso desde chiquilla fue independiente y de gustos definidos. Le gustaba lo que le gustaba y no hacía caravanas. Asistía a un estricto colegio de monjas donde las alumnas usaban uniforme, pero ella se ponía un sweater diferente al del resto de sus compañeras. Algo impensable en aquellos tiempos. Para colmo, lo adornaba con una pañoleta. Siempre creyó en seguir las reglas, aunque las entendía a su manera.

La muchachita de la foto creció y conoció a Jorge, un hombre que venía de lejos y que no olía a su ciudad ni a sus costumbres, un hombre que le estrujaba el alma y le producía mariposas en la panza cada vez que habitaba sus pensamientos. No hubo poder humano que la pudiera disuadir de dejarlo y porque no pudo alejarse y sabía que su amor era irremediable, se casó con él.

Pasaron los años, los hijos y los nietos, las escuelas, las preocupaciones, las comidas y las fiestas. Un mal día Jorge no pudo luchar más y se fue de este mundo. Ella pensó que se moría, pero no lo hizo. Después de mucho llorar, le encontró de nuevo gusto a la risa. Sus ojos volvieron a brillar y un buen día dijo que se había transformado en una mariposa. Había dejado atrás su tristeza.

La niña de la foto se llama Coty. Es mi mamá, una mujer con voluntad de hierro, pero dulce como la miel, es de ese tipo de mujeres que son fuertes por dentro y suaves por fuera. Cuando la visito en su casa me gusta sentarme junto a ella y escuchar sus historias. A veces ella cose y yo dormito a su lado. Por las noches me duermo en su cama, como cuando era niña y sentía miedo. Cierro los ojos, regreso a la infancia como en un remolino y vuelvo a sentir la misma paz de entonces.

Una tarde, que estaba en su casa, hicimos empanadas. Me explicó que pellizcar la masa por la orilla para cerrarlas se llama “hacer repulgo”. También que hay que hacerlo chiquito y parejito como hace años le enseñó su mamá. Mientras lo hacía y evocaba personas del pasado, la cocina parecía llenarse de presencias. Pasó por ahí la abuela con sus empanadas perfectas, las amigas de la infancia, los hijos, los hermanos y por supuesto Jorge, el amor de su vida. Nuestras empanadas no quedaron parejitas. Algunas hasta se tostaron de más pero, al final, me dijo que estaban bien porque las habíamos rellenado de risas.

En la mañana del día de su cumpleaños ochenta, cuando ya se había levantado, tuvo que correr de vuelta a su cama como lo habría hecho la niña de la foto. Luego, se metió entre las cobijas y cerró los ojos para esperar a los que llegaron a despertarla con Las mañanitas. Después de los cantos, los abrazos y las porras sacó su iPad y buscó A unos ojos, la canción que Jorge solía dedicarle. Mientras el grupo de Los Visconti cantaba “recuerda que mi vida está en tus ojos…”, ella sonreía y contaba historias de otros tiempos.

Al rato se puso linda y empezó a hacer planes para comer con su familia y recibir a sus amigas porque esa es la vida. Ella sabe que no se puede quedar atrás y vivir de recuerdos, tampoco pretender ganarle al tiempo, sólo tiene que vivir cada instante.

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