Me lo Contó la Luna
Por: Claudia Luna  / claudiarl92@hotmail.com

Entré en la Capilla Rothko de muy buen ánimo. Era la segunda vez que la visitaba y estaba lista para que, de manera automática y gratuita, se repitiera la sensación de paz que sentí durante la primera ocasión. Craso error.

Mark Rothko fue un artista conocido por sus grandes lienzos de composiciones puramente abstractas. Le otorgaba un sentido religioso a sus pinturas sin pertenecer a un culto en particular. Su intención era crear una experiencia emocional para el observador. Buscaba lograr un estado de éxtasis, espiritualidad, grandeza o incluso terror. La mancha que aplicaba en sus obras tiene tal cantidad de capas que hace viajar al espectador dentro de la intensidad del color.

En una ocasión, me topé con una de sus obras trabajada en amarillos intensos que, de inmediato, me remitió a un campo soleado sembrado de cempasúchil. El amarillo parecía flotar en el ambiente. Mi primer pensamiento fue que, si entraba a ese campo, el amarillo mancharía mi piel como lo habrían hecho las flores si me acostaba desnuda sobre ellas. Recuerdo que, mientras contemplaba la pintura, sentía el sol en la cara y las flores rozándome el cuerpo. De más está decir que me parece un artista fascinante.

La Capilla Rothko es un recinto que fue diseñado por él. Invita a la contemplación y le permite al visitante estar consigo mismo. Es como música meditativa de fondo. Uno de los objetivos de la capilla es, precisamente, meter al que entre en ella en el continuo ahora. Y, más allá, conectarlo consigo mismo. 

A pesar de mi gusto por el artista y de haber visitado antes el lugar, mi segunda visita fue una dura lección. Tan pronto entré, me vi en un cuarto octagonal con cuadros obscuros, casi negros, colgados en las paredes. Recordaba un sentimiento de expansión y, sin embargo, ahí estaba ante unos lienzos gigantescos e ininteligibles que parecían sofocarme.

Mi mente buscaba con desesperación similitudes con mi visita anterior. Parecía gritar y trataba de agarrarse de algo conocido. Comencé a observar cómo me distraía con toda clase de pensamientos e ideas para no tener que estar en ese lugar obscuro y húmedo que se suponía debía darme paz y que sólo me llenaba de angustia y congoja. Estaba rodeada de personas que parecían estar sentadas en una catedral como si supieran algo que obviamente yo no entendía.

Pasamos la vida esperando recibir estímulos del exterior que nos hagan sentir. Y nos hemos vuelto casi incapaces de mirar a nuestro alrededor y apreciar lo evidente o de convivir con nosotros mismos. Queremos las recompensas, los satisfactores cada vez más rápido y sin esfuerzo. Lo queremos todo ya, explicado y masticado.

Sentada en la capilla hice un esfuerzo por observar, por mirar sin prejuicios. Algunos paneles me recordaban paisajes borrosos vistos a través de una ventana en un día de lluvia. A los lados había un par de trípticos colgados como lo hacen algunos cuadros de la escena de la Crucifixión. Uno al centro ligeramente más arriba y los otros dos abajo, a los lados. Todos obscuros.

La lección fue poderosa y continuó hasta que logré estar física y conscientemente en el lugar. Empecé por dejar de pelear. Sentí el piso a mis pies, el soporte duro de la banca, la temperatura fría en mis brazos desnudos. Entré en mí y observé mi respiración, me volví consiente de mi cuerpo, del latir de mi corazón. Entonces, estuve lista para, desde mi interior, conectarme con lo que me rodeaba.

Después de contemplar un rato las obras en la capilla, sentí que me quedaba suspendida entre una capa de pintura y la siguiente, como si levitara. Sentía que el tiempo se paraba por unos segundos y que, con la misma agilidad con que había entrado en las pinturas, podría salir pero, en realidad, no quería irme. Más bien, al mirar esos lienzos y estar en ese lugar, quería estirar el tiempo como si fuera una liga. No quería perder la sensación. Veía las gotas, de lo que parecía bruma en algunas pinturas, y pensaba que podría pasarles el dedo y, luego, saborearlas. Me pasé la lengua por los labios e imaginé su sabor salado.

Al salir a la calle, sentí el sol en los ojos y el calorcito en el cuerpo. Entendí cuán importante es estar en el presente y pendiente de lo que sucede en mi interior. Comprendí también que no existen dos momentos idénticos por lo que es absurdo buscar la misma sensación en diferentes tiempos. También vi con claridad que mis juicios provienen de mí y que tienen que ver sólo conmigo.

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