Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11 

Mirémonos al espejo y no digamos nada. Ahí estamos, nosotros y nuestra piel, nada más. Algunas arrugas y marcas de polvo, ojos cansados, lo único que se escucha son nuestros pulmones inflándose, haciendo lo suyo. Conforme nos sigamos viendo nos reconoceremos menos, al grado de dudar de la identidad de quien estamos observando, pero ese es otro tema. Todo lo que somos en verdad, lo que pasa dentro de nosotros, es imposible de verse. La mayor parte ocurre en las entrañas, a la vista de nadie, los aparatos y las glándulas hacen sin parar trabajos silenciosos y titánicos para hacernos funcionar, cada uno de las partes que nos compone realiza acciones precisas, estruendosas para que podamos decir, simplemente, que estamos parados, aquí y ahora. Una sincronía natural de momentos que hacen posible hasta el más simple movimiento de nuestros dedos.

            Algo muy parecido pasa con nuestras ciudades. Lo

verdadero pasa en sus entrañas, dentro de las casas, en el misterio de sus habitaciones, en la soledad del subterráneo.

            De adolescente me perdí muchas veces en la mejor tienda de discos de Nueva York. Esta se escondía en el sótano de una tienda de partituras en Broadway y la calle 52 y llevaba el nombre de Colony Records. Uno entraba por su puerta principal llamado por la intriga de constantes recomendaciones de coleccionistas de vinilos y se decepcionaba nada más descubrir la falta de ellos. Lo que muy pocos sabían es que solo había que entrar hasta el fondo y bajar unas escaleras ocultas entre los libros de música para encontrar, en el subterráneo, la mejor colección de discos de vinilo de la historia, incluidos los discos que, previo a la era digital, pertenecieron a las estaciones de radio neoyorquinas y que representaban una gama interminable de rarezas y versiones inéditas.

            Pero la gentifricación se llevo a Colony, y con ella a su sótano que escondía un tesoro de la cultura popular.                  ¿Qué habrá sido de todos esos discos? Yo en mi colección guardo unos tres que salieron de ese lugar. Hoy ese lugar ya es un Starbucks.

            Apenas en Londres, caminando -como se debe y solo puede conocerse una ciudad- M y yo fuimos conducidos a una serie de lugares que nada tienen que ver entre sí pero que juntos hacen a la ciudad funcionar, como las entrañas propias de un ser vivo.

            El primero es Cahoots, un misterioso bar que se esconde entre los túneles del London Underground y en el que uno se adentra a la década de los cuarenta. Llegamos por accidente, porque después de buscar incansablemente la dirección que se nos fue dada -sin éxito, claro está- decidimos meternos en un callejón que finalmente nos dejó al pie de una puerta antigua custodiada por un usher negro de dos metros. Supimos que era ahí.

            Después de veinte minutos de hacer fila en un callejón oscuro junto a unas 10 personas más, por fin nuestro compañero camerunés -ya había soltado plática- nos dejó pasar al misterio: unas escalera estrechísimas revestidas de azulejos blancos, como de estación de metro, que nos condujeron al más extraño de los lugares. Glenn Miller, humo de tabaco, estruendo de platos, meseros y borrachos.

            Un speakeasy auténtico en donde tal parece que a propósito hacen que los smartphones no tengan señal. Las meseras que hablan el slang de la época, las bebidas servidas en los más extravagantes recipientes (calaveras, troncos y frascos de mermelada) y con los ingredientes que uno creía solo parte de alguna trama de Orson Welles.

            En Londres, entrando a este lugar, es posible regresar el tiempo. Al salir el camerunés ya no estaba, parecía que todo era parte de una especie de visión. Todo era 2019, otra vez.

            De este y otros lugares subterráneos, seguiré contando.

***

Post Scriptum

Señora que se respeta no dice la palabra “gay”.

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