Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11
En el avión todos los pasajeros son nuestros enemigos hasta que demuestren lo contrario. ¿Han visto la competencia silenciosa que libran aquellos que mueren por subirse?, ¿o la desesperación de aquellos que, tan pronto escuchan rechinar las llantas en la pista, ya se están parando y haciendo fila? Viajar en avión es una lucha constante por la defensa del espacio personal, en la que hasta el hombre más bueno está dispuesto a hacer todo tipo de crueldades: codazos, pisotones, escupitajos…usted nómbrelo.
Lo anterior deriva de aquella idea −un tanto provinciana−de que uno, al momento de reservar un boleto de avión, es acreedor a una parcelita y tiene derecho de hacer y deshacer lo que se le venga en gana a bordo de aquel pedazo de aluminio flotante. Y entonces se quitan los zapatos, y entonces se quitan la faja y entonces saca la torta de huevo, y, entonces, se desbordan en un asiento que de por sí no fue diseñado para ningún tipo de cuerpo humano. Finalmente, por si lo anterior fuera poco, terminan roncando como si les pagaran por ver quién lo hace más fuerte.
Yo no sé de dónde viene esa noción de competencia, si todos vamos a llegar al mismo lugar.
Me compadezco de los sobrecargos y de todo lo que tienen que aguantar. De verdad, esta vez me dio la impresión de que todos los pasajeros a bordo del vuelo a Londres, −en el que, como ya saben, iba Arturo Montiel− incluyéndonos a M. y a mí, éramos lo más parecido a un grupo de niños de kínder con insomnio y sobrealimentación de azúcares.
Nunca, en tantos vuelos, había sido tan consciente de la labor desinteresada y titánica de las azafatas que, hasta el último minuto, son capaces de fingir una sonrisa con tal de salvar la estabilidad emocional de aquellos niños hormonales que a 10 mil pies de altura, no tienen idea de cómo comportarse.
Pero, aunque uno podría creerlo de esa forma, el infierno no termina ahí. Esta idea de la “parcelita”, el recelo de querer llegar primero a todos lados y de querer agandallarse cinco centímetros del asiento del de junto, se extiende durante el tiempo de espera en la Aduana. Al igual que sus primos los estadounidenses, los agentes aduanales británicos gozan de aquella presunción como de “todos quieren entrar a mi país, por lo tanto pueden esperar tres horas” y entonces hay una fila para librar la Aduana de proporciones gigantescas. Todo el mundo está ahí: indios, japoneses, chinos, árabes, turcos, colombianos, mexicanos, tlaxcaltecas, todos a la merced de la velocidad a la que el agente aduanal decida terminar su sandwich de atún.
Es desesperante, dos agentes para mil personas. Los que en el vuelo se sintieron con la superioridad moral de ir en Business Class, en la fina aduanal, no tienen para dónde ir. Montiel, incluido.
Siempre he pensado que la fila para esperar pasar la Aduana es una especie de limbo en la que el destino −en este caso Londres− parece mucho más lejano de lo que parece desde nuestras casas.
Después de tres horas, minutos más, minutos menos, logré pasar a que me sellaran mi pasaporte. El agente de aduanas ni siquiera me miró a los ojos y sólo me preguntó: ¿a qué se dedica en México?
Pum. ¿Qué le contesta uno? Pasaron por mi cabeza las mil y un cosas que digo que hago, pero que en realidad no hago. Pasaron por mi cabeza las mil y un cosas que he hecho y que sigo haciendo, pero que no sirven de tarjeta de presentación. De verdad, ustedes ¿qué hubieran contestado?
Entonces, mi lengua sólo pudo soltar: soy profesor. Profesor de Historia de la Música.
El agente aduanal soltó una larga carcajada y me contestó con un simple: ¿y qué se siente eso de ser “Maestro de Historia de la Música?.
Soltó otra risita irónica y me selló finalmente el pasaporte.
Idiota.
Seguiré contando.
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PS
Página 20 de 365, me tocaron los tamales.