Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11 

No tengo absolutamente nada en contra de la gente que miente para convivir. Si uno lo ve con ojos optimistas, aquello resulta ser un arte.

Además de que es súper entretenido hablar con alguien que miente de profesión, es envidiable la facilidad con la que crean mundos y situaciones inverosímiles que sí, aceptémoslo, acabamos comprando por completo. Porque vamos a decirlo, no mienten con nimiedades, no, no. El mitómano profesional miente hasta la risa, inventa nombres y además, en muchos casos, es capaz de presentar números y estadísticas impresas de cualquier estupidez para ilustrar su relato. (Lo anterior no pretendía describir al político mexicano de la última era).

En el mundo cotidiano, podemos encontrar diferentes tipos de mitómanos. Escribo:

Está nuestro Mitómano de Confianza, valga la ironía, el más común de todos, el que ha vivido tanto tiempo dentro de una mentira que hasta el cereal de la mañana le sabe a lo que dice a todos que le sabe. Este ser se ha creado un personaje tan detallado de sí mismo que todas las mañanas le cuesta el doble levantarse, por el simple hecho de que tiene que despertar a dos personas: a él mismo y al personaje que dice ser. Es el mentiroso más normal, el que más abunda en esta sociedad de doble moral en la que todos nos desenvolvemos.

Aquí, en esta categoría, entran algunos políticos de izquierda  y derecha radicales, algunos ministros de la Iglesia, dos o tres poetas, uno que otro activista de cualquier causa, cinco periodistas, algún rector improvisado de universidad y también uno que otro que presume a todas leguas su heterosexualidad.

¿Y que por qué “de confianza”? Pues porque todos sabemos en algún punto que nos están mintiendo, y cuando finalmente salen del clóset, o se cambian de partido o se exhiben en un audio filtrado, todos agradecemos el final de ese silencio incómodo. No le hacen daño a nadie.

En segundo lugar tenemos a nuestro Mitómano de Sociedad. Aquí es donde la situación se vuelve más interesante. Verán, este tipo de mitómano miente desde la cuna. Lloraba por convivir, se inventaba más amigos imaginarios de la cuenta y ya en la primaria afilaba sus habilidades mitomaniacas que le harían ir escalando en nuestra triste y sobrevalorada sociedad. Por ejemplo, de niño recuerdo haber escuchado de un compañero de escuela que decía haber vivido en cierta capital europea y presumía además haber departido una madrugada con los mismísimos Reyes Magos. Todos sabíamos que nada de lo que decía era cierto, pero incluso sus cuentos funcionaban para encajar en ciertos grupos a la hora del recreo.

Este mitómano suele evolucionar sus mentiras a tal grado de tener casas en todas las ciudades que se mencionaban en clase de geografía, tener un avión privado y hasta viajar los fines de semana a los sitios más remotos del mundo (experiencias de las cuales nunca hubo prueba cuando llegaban a contarlas el lunes a primera hora). Un acto desesperado –patológico, tal vez acuñado en casa– para encajar en grupitos sociales.

Hoy en día, esos mitómanos de sociedad salen en las revistas de sociales al lado de algún socio/amigo presumiendo la apertura de algún restaurante, con camisas carísimas y ni Dios sabe de dónde sacan el dinero con el que atienden todos sus compromisos sociales.

El último de nuestros mitómanos es el Bicentenario. Este, querido lector, es el más interesante y peligroso de todos. No porque nos hagan ningún daño, sino porque son personas suprainteligentes que escuchan y analizan hasta el fondo a sus interlocutores y sobre la marcha, van mintiendo con el único propósito de complacer a quien lo escucha.

Nuestro Mitómano Bicentenario miente por convivir, engaña por agradar. Si entramos, por ejemplo, a una galería de arte en Londres, nuestro mitómano está esperando a la puerta a su próximo cliente, listo para preguntarle “¿Es usted mexicano?”, si es así, empezar con la letanía: “Yo adoro México, soy de Argentina, pero viví 10 años en DF”. Después vienen las preguntas generales. “¿A qué se dedica?” Y si uno contesta que se gana la vida vigilando una estación petrolera en medio del mar, nuestro mitómano Anfibio contestará que su padre era ingeniero petrolero y que pasó su infancia en una Plataforma en las costas venezolanas. Pero si por el contrario, le decimos que nos dedicamos al periodismo, nos saldrá con el cuento de que era un gran amigo de Carlos Fuentes y de Gabo García Márquez, por supuesto. Si al principio le decimos que somos, no de México, sino de una isla perdida en el Caribe en donde se hablan dos lenguas muertas, nos recita, con la facilidad de un vendedor callejero, dos o tres versos en dichas lenguas muertas.

Pero uno al final hace las cuentas, y su apariencia joven no empata con los años en los que dice haber vivido tantas cosas, a menos que sea, como lo hemos denominado, un Mitómano Bicentenario.

¿Y usted, qué tipo de mitómano cree ser?

Seguiré contando

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Post Scriptum

Maquiavela se ha quedado sin ideas.

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