Figuraciones Mías 
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 


Era jueves y el viento azul de París corría suave con las hojas del Cementerio de Montparnasse. Un hombre llora sobre una tumba y a solas lo contemplo. Ese ha sido un encuentro con el llanto
de un hombre, con mi llanto inmediato, con la tristeza en la imagen de un hombre, y con la tristeza que me había descubierto solo en aquel sitio de la muerte.
La imagen de un hombre que llora por el mundo y por la vida que otro hubo perdido. Yo estaba llorando por mí, allí frente a la imagen que parecía estar viva, bajo la música de las lágrimas. Lloré por mí, ¿Por quién más llorar, cuando se llora tan solo, allá en aquel cementerio solitario un jueves de septiembre con tanta tristeza y tantas ganas de morir allí, frente al aguacero que estaba por llegar? Y de solo sentirme llorar, estaba muriendo algo de mí que nunca volvería, algo que no podía entender, ni podía creer que de mí se estuviera desprendiendo para siempre.
Había visitado otras tumbas de (Baudelaire, Beckett, Duras, Cortázar, Vallejo, Sartre, Beauvoir, y otras). El silencio me acompañaba. Pensé siempre quién sería aquella mujer que lloraba con grave tristeza frente a la tumba de Marguerite Duras y había abandonado con prisa el cementerio. “El reino del llanto” escribí en mi cuaderno, “el infierno del silencio” y otros nombres que quise darle al Cimetière de Montparnasse. Los árboles guardaron silencio a mi paso, hojas del anuncio del otoño con un vientecillo frío se arrastraban y pájaros negros rondaban por las callecitas del cementerio buscando alimento. El cielo estaba nublado –anuncio de lluvia– y seguí mirando entre tumbas célebres y no célebres, tumbas nada más, lugares del reposo, sitios de la desolación, que ni las flores alcanzan a dar algo menos que la tristeza.
Yo no sabía que llorar fuera una acto tan repentino, de solo mirar frente a mí, aquella imagen de un hombre con el rostro entre sus manos, inclinado y bañado en lágrimas. No hubo salida y frente a él, inmóvil, a cinco metros de distancia, seguía llorando por mí, porque me vi en aquella tumba, encima del mármol, llorando por aquello que de mí estaba muriendo de un dolor que no entendí, sino años después. Y es que el llanto es un alivio, pero también es el centro del dolor más profundo y por lo regular, se llora por saber perdido algo propio y no aquello que tenemos enfrente y en el pasado. Llorar aquel día era escurrirse del corazón por algo que no comprendí, y no busqué preguntas. Era cosa de ponerse a llorar, (Oh, Sabines), como se ponen a parir. Y qué imagen tan dolorosa esta, mirando allí, donde las hojas secas del piso hacían coro y yo no tenía vergüenza, ni había razón visible para que llegara el llanto de golpe, como si me hubiera caído
una piedra en la cabeza de pronto, inesperada, indeseable… Lloraba por mi soledad en aquella ciudad en la que muchas veces quise ir a ver como vio Paul Celan la muerte en el río Sena, y como Gerard de Nerval, la encontrara colgado de una farola en la nieve ardiendo.
He llorado en otros días y con la mirada nublada, veo los recuerdos y pronto se quedan en los sollozos y la llegada del silencio nuevo, la razón, la comprensión de aquello que se fue, de aquello que nunca, y de verdad nunca volvió. Y he llorado frente a la memoria de un río de mi niñez, frente a los esqueletos de árboles que otros días, árboles fueron. Pero aquel día frente a un hombre que me pareció, era el símbolo (mi símbolo) de la tristeza y de pie sobre una tumba, el color de la tarde gris, sus codos como alas partidas en dos, los pies descalzos, la espalda encorvada como a punto de caer. Me bastó verlo para que mis ojos cayeran a las llamas de las pobres lágrimas, que siempre me han parecido que son pobres aguas del dolor y la tristeza, tan lugares comunes, tan cursis, tan simples y no imaginamos el abismo del que vienen como maldición, como la savia de lo que desapareció de nuestro mundo, de lo que no volverá, como no vuelve el amor que una mujer me tuvo un día, cuando también ella fue amada por mis ojos iluminados y ciegos.

Era el llanto la sinfonía de una herida mía que sangraba y a la que había que cerrar con los dientes y a tirones abrirla nuevamente y repetir la acción hasta caer, hasta que no hubiera más
sangre y en aquel arrebato brutal, darle un puñetazo al aire del Cementerio al que pensé que nunca más volveré ni vivo ni muerto. Lloraba veloz, fuerte lloraba y escuché el mayor bramido de mi corazón, que comprendería algunos años después, cuando una mujer asesinara el amor que en mi corazón quedaba desde entonces.
Aquel llanto dura en los años, así, incomprensible, repentino, como si estuviera frente a la imagen parisina de aquella figura de un hombre petrificado en la plenitud del llanto y yo así al lado, cerca y sin fuerzas para abrazarlo, como si a mí mismo me estuviera abrazando para consolarme en mitad del abismo y la muerte. Un llanto sin consuelo, un llanto de cuchillos, un llanto bajo los disparos de una guerra silenciosas contra el que se ha perdido a sí mismo y ya no reconocería el camino de regreso y atinó a la puerta de un bar a la orilla del río Sena y lloró en silencio mientras bebía el alcohol para mirar el agua pasar, como si fuera su vida y alcanzarla, irse con el lento oleaje de otras palabras que no se comprenderían hasta este día, diez años después y ya no hay lágrimas para hacer un secreto homenaje al llanto más grande de mi vida y no llorar como las flores no lloran, cuando no se abren ni con la luz del sol.