Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles /@piaa11

Les recomiendo ampliamente jamás asistir conmigo a un museo. Verán porqué:

El día que decidí ir a ver la exposición “Tierra de Esperanza” de Yoko Ono al Museo de Memoria y Tolerancia, en la Ciudad de México, llegué tarde. Como diez días tarde. El policía de la entrada se carcajeó de mí (pues oigan, con toda la razón) cuando a su “llega tarde, joven” le contesté “pero si apenas son las 12”.

Cuando decidí ir a ver las fotografías de la World Press expuestas en San Pedro Museo de Arte, en el centro de Puebla, llegué muy temprano. Como diez días temprano, y cuando por fin montaron la exposición, por una cosa u otra, no pude ir jamás.

Lo mismo me pasó con Andy Warhol en el Jumex y con Kusama en Museo Tamayo. De todo lo anterior ya hace cuatro o cinco años.

Pero ojalá ahí terminara todo.

Ustedes mismos fueron testigos de aquella crónica –escrita en estas mismas páginas– que relataba cómo mi cuadro predilecto, el Nighthawks de Edward Hopper, decidió emprender una gira por Japón y anexas exactamente los mismos días en que yo decidí viajar a Chicago para, entre otras cosas, conocer el Art Institute y sentarme sin presiones toda una tarde frente a aquella misteriosa -y escurridiza- obra de Hopper.

A falta de Nighthawks acabé comiendo un helado –detesto el helado– frente a la habichuela de Anish Kapoor entreteniéndome mientras mis cachetes se estiraban y mi cara se alargaba, a modo de berrinche/huelga.

Por si fuera poco, la guardia de seguridad en turno también se rio de mí cuando después de preguntarle dónde estaba el cuadro que buscaba, me contestó que “estaba muy lejos”. “No me importa, dígame en qué sala”, le contesté muy decidido, y carcajeándose soltó: “Muy lejos, pero muy lejos en Japón, señor”.

Yo les he de parecer un ser comiquísimo a todos los guardias que cuidan los museos.

Algo muy parecido me pasó hace poco en la Tate Modern de Londres. Verán, cuando uno va con muchas ganas de ver algo o desea mucho conocer a alguien o visitar cualquier lugar, el que se imaginen, el universo -contrario a lo que los entusiastas de Paulo Coelho aseguran- hace todo lo posible, y cuando digo todo es todo, para que aquello no acontezca. Entonces uno va a aprendiendo que no hay que mostrar suficiente emoción por ninguna cosa. Hay que ser, digamos, mesurados con aquello de andar desbordando entusiasmo por cualquier tema.

Entonces yo iba, ya sabiendo lo anterior, muy mesurado junto a M, camino a la Tate Modern. Todavía pasamos a comer un taco bastante mal hecho y con sabor a curry (sí, yo sé, ¿quién elige comer tacos junto al Támesis?) y compramos alguna tontería en un mercadillo para no hacer aspavientos y que el universo no supiera nuestro siguiente movimiento.

Para cuando llegamos a la puerta de la galería decidimos (gran error) entrar primero a la tienda y ahí vi mil reproducciones en postales y playeras de la obra que habíamos ido a buscar. No dijimos nada.

Sacamos fotos en el magnífico vestíbulo que recuerda todavía muy bien el antiguo propósito de la que fuera la Bankside Power Station y dimos vueltas como tontos, incluso le dedicamos algo de tiempo a la exposición temporal. Pero finalmente decidimos ir a donde el mapa indicaba que estaba alojada la obra en cuestión, la obra deseada: “A Bigger Splash”, de David Hockney.

Llegamos.

El cuadro no estaba. ¿Sorpresa? No. Todo lo que he escrito más arriba indica, por lógica, que el Hockney no iba a estar ahí, sino en otro continente o en algún museo de México -sería cruel, pero no me sorprendería-, o restaurándose o incluso ahí mismo pero mágicamente invisible solo a nuestros ojos. Otra vez, como cuando Hopper, me encontré con un burlón y grosero muro de tablaroca.

Ya mejor no escribo lo que me dijo el guardia de seguridad cuando le pregunté que en dónde estaba el cuadro de David Hockney, porque además ni le entendí.

Seguro era escocés.

Seguiré contando.

 

***

 

PS

Mi vida cada vez se parece más a un capítulo de Friends.