Figuraciones Mías 
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria

No vi ojos más tristes y no veré ojos iguales como aquellos. Hermosos ojos en aquel medio día. Caminaba por la orilla del Sena y frente a mí en el suelo estaba un anillo que brillaba, y de frente, hacia el anillo caminaba ella, con su Hiyab color rojo, su vestido oscuro y unos zapatos negros planos. Cuando estaba cerca, hizo foco sobre el anillo y corrió a levantarlo, mientras yo me detuve mirándola.

–Lo vimos al mismo tiempo –me dijo en un francés destemplado como el mío y sonriendo–, mira es de oro.

Sus ojos eran hermosos. Me preguntó qué lengua hablaba. Le dije y hablaba un poco español. Miró el anillo con emoción:

–Es de oro –me dijo en español.

No supe qué decir. Su presencia era poderosa, como la de una actriz de cine. Tenía el anillo entre el índice y el pulgar y lo puso frente a mis ojos.

–Si lo vimos al mismo tiempo, nos pertenece a los dos –me dijo sonriendo–, qué hacemos con él.

No supe qué decir.

–El anillo es de nadie o de los dos –seguía brillando el anillo entre sus dedos–. ¿O lo lanzo al río?

Yo pensé en la canción de Victor Manuel donde un anillo es lanzado a las aguas de un río: “Cuando tiré su anillo, el agua del río se volvió negra”, dice la canción e imaginé aquel anillo lanzada por su mano blanca a las aguas del Sena y el agua negra de la desdicha que no era difícil imaginar en ese río.

–Déjatelo, tú lo viste primero –le dije.

–No, yo creo que la verdad es que tú lo viste primero –me dijo como si buscara ser justa y yo mordí el anzuelo.

–No, no, déjalo, es tuyo… –le dije.

–No, no es justo –dijo amistosamente como un sutil reclamo de justicia.

Con sus ojos color miel me acorralaba y en ese breve silencio, no pude escapar. No me interesaba la sortija y había algo que ya no estaba creyendo, salvo la belleza de sus ojos.

–Si me das cinco euros, es tuyo –lanzó como espada–, lo vimos al mismo tiempo. Es de los dos, pero cinco euros bastan para que sea tuyo.

Entendí el juego. Cogió mi mano abierta y con la otra colocó, la sortija en ella. Me apretó para que mi mano se cerrara. Pero en ese momento, se puso nerviosa y trató de mirar hacia las escaleras a nuestro costado. Y allá, sentado estaba un hombre que vigilaba cada movimiento nuestro.

–Por favor, es suyo, tómelo –me dijo con inquietud.

Saqué de mi mochila tres euros y se los di.

–Deje el anillo para usted – y tajante, se lo devolví.

–No, es suyo…

Pero ya no se lo recibí. Le dije adios y comencé a caminar en la misma dirección que llevaba. No quise ver aquel hombre que parecía francés y que seguro no perdía de vista la escena. Ella colocó el anillo en uno de sus dedos y se fue hacia las escaleras donde el hombre la esperaba. Yo entré a un barco–café y me senté. Pedí un expreso y logré mirar la molestia del hombre aquel, cuando recibió de manos de la muchacha los tres euros. Temí que se levantara de la escalera y fuera hacia mí, pero no sucedió. Estaba enojado y ella –que se sentó dos escalones abajo del hombre– estaba derrotada, con los brazos en las rodillas y mirando el piso. Se quedaron sentados en silencio y cuando levantó el rostro, vi otra vez sus ojos. Esta vez tristes, muy tristes e igual de hermosos que cuando les daba la luz y por sí mismos irradiaban una luz poderosa. Ese fue el momento en que vi la belleza más honda de unos ojos tristes de una mujer que imaginé su historia, su vida allí en París, como tantas emigrantes que tienen bajo su vida, el peso de la explotación y las piedras encima de hombres que les tratan, que las regentean como a sus animales de caza. Imaginé su nombre y quise que se llamara Sara, como la que en la Biblia, siendo esposa de su medio hermano. Una mujer que sufría indudablemente, dado “que su nombre original era Sarai pero Dios lo cambió a “Sara” antes de concederle el milagro de tener un hijo a la edad de 90 años.”

Sus ojos tristes miraban hacia el Sena fijamente, como si en sus aguas quisiera irse. Eran los ojos más tristes que vi mirar un río por el que va la muerte. Los ojos más tristes sin lágrimas, secos de mirar lo imposible, de mirar como el agua, se llevaba la desdicha, porque el Sena, siempre he pensado que es el río de los desdichados y recordé a los que allí la encontraron en la muerte por agua.

No podía irme por temor a que me increpara aquel hombre con cara de asesino, ni quería pasar cerca de aquella escena. Lento fumé un Gitane con filtro y bebí aquel café que hervía en mis labios. No deseaba seguir mirando aquellos ojos hermosos, pero algo me decía que iba a verlos hasta el final, hasta que desaparecieran de mi vista. Y han pasado los años y los recuerdo como si estuvieran en esta página mirando el río, mirando la nada en aquel cielo de un martes, limpio cielo en el que Sara no encontraba palabras de salida a su tristeza.

Cuando se marcharon, los vi irse por la calle. Ella caminaba atrás de aquel hombre cruel. Caminaron hasta confundirse con el tráfago de la ciudad. Acabé mi café. Y me fui por la orilla del río. Me estremeció pensar en aquella tristeza verdadera en los ojos hermosos de Sara, que un día sería capaz de irse en las aguas del río Sena y no volver su mirada atrás.º