Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11

No sé qué hacían a esas horas junto al Támesis, viendo como idiotas el Tower Bridge. ¿Frío? Nada. Los -5 grados que indicaba una pantalla gigante colgada en el edificio con forma de pelota desinflada en la otra orilla, no parecían ser registrados por sus termostatos, ni por sus cabezas, ni por su piel. La única señal, podría decirse, que demostraba que seguían siendo humanos, estaba en sus ojos, húmedos por el aire helado que llegaba por todos los flancos. Los ojos no mienten, el resto del cuerpo tal vez lo haga, pero los ojos nunca.

            -Vamos a un lugar– dijo él, mientras veía con los ojos entrecerrados el Puente de la Torre.

            -Pero si ya estamos en uno- dijo ella.

A pesar del sarcasmo, ella reconocía que la invitación era tentadora. Cualquier lugar podría ser mejor que el rincón de esa baranda junto al río a la que habían llegado caminando después de una mala fiesta en Shoreditch, sin ningún fin más que el de ver la Torre de Londres sin turistas. Pero el pasatiempo de ella siempre fue llevar la contraria. Natural. Así él le hubiera dicho que el lugar que proponía era el mejor del mundo, digamos, un bar con Guinness y calefacción, ella lo hubiera cuestionado de todos modos.     

            Sarcástica siempre. Suspicaz hasta la muerte.

            Hubo una pequeña huelga de silencio en venganza por el uso innecesario del sarcasmo como respuesta a su invitación tan noble, pero no mucho después, ella finalmente lo remedió diciendo:

            -Bueno, ¿qué lugar?

***

            El Uber, conducido por Usman, era un Mercedes-Benz negro Clase C que apestaba a desodorante de pino.                

-¿Qué fascinación tendrán los choferes árabes con los desodorantes de pino?- preguntó uno de los dos.

Ese mismo día, caminando por Knightsbridge, habían notado que los árabes iban dejando por la calle una estela de olor a madera intenso. Finalmente, ya con el coche en movimiento, determinaron que eso, lo de los árabes y sus perfumes, era un gran misterio.

            Ya enfilados por el Blackfriars Underpass, camino al lugar en cuestión, Usman empezó a gritar en algún idioma (¿árabe?), del cual era evidente que ninguno de los dos era parlante nato, pues por un momento creyeron asustados que se dirigía a uno de ellos (¿Esquiusmi?) Pero luego vieron colgando de su oreja un pequeño bluetooth por medio del cual, Usman, se peleaba con, vamos a decir, su hermano.

            -¿Qué fascinación tendrán los choferes árabes con eso de hablar siempre por teléfono?- preguntó ella.

            Tenía razón, ya que en donde sea que exista un chofer de taxi árabe, este estará hablando por teléfono. Siempre. Es la ley de la vida.

            -¿A donde hablará?- preguntó ella.

            -A una Hot-Line- contestó él.

***

El lugar no parecía un lugar especial bajo ningún término. Usman se alejaba cada vez más a la distancia y con él el ruido de su coche, dejando, en tan solo segundos, un silencio incómodo entre ella y él.

            -¿Qué es acá?, preguntó ella.

            -Pues una calle.

            Efectivamente. Era una calle y nada más. Una zona residencial y ya. No había bar, no había Guinness, mucho menos calefacción.

            -¿Viste el estadio de Cricket cuando veníamos de camino?

            -Sí- contestó ella.

            -Ahí se inventó el Cricket.

            -¿Sí?

            -No, la verdad no sé.

Dejaron el lugar donde se apearon y fueron a pararse debajo de un pequeño obelisco que servía de intersección para las tres calles que pasaban por ahí. Escucharon el motor de una motocicleta venir de alguna dirección pero cuando no vieron nada, se dieron cuenta que lo que sonaba era el viento, corriendo entre los edificios.

            Aprovechando la noche desierta, se aproximaron a uno de los pasos de zebra en torno a la base del obelisco. ¿Qué haces? Él se sentó y ella le copió. ¿Estás loco?

            Hubo silencio.

            Finalmente, al cobijo de la madrugada, los dos personajes en cuestión se encontraron sentados, frente a frente en medio de la calle, misma cuyo nombre se sostenía incrustado en una pared cercana en un letrero de azulejo.

            Eran casi las 4.

            -¿Aquí es donde cruzaron, verdad?, preguntó ella.

            –¿Cruzaron quiénes?– contestó él.

            El sarcasmo, finalmente, había sido vengado.

Él insistía en saber cuánta gente habría pasado por ahí a lo largo de los años sin saber en realidad por dónde caminaban, aunque pronto su hipótesis quedó refutada cuando ella dijo que era imposible no saber la identidad de ese lugar debido a la gran cantidad de chinos que durante el día se aglomeraban en el cruce, intentando imitar la portada del álbum más famoso de la historia. Después aquella pequeñísima polémica, ninguno dijo palabra.

             Ella se quedó mirando la linea blanca sobre la que se había sentado y pensó en cuantas veces la habrían pintado en un lapso de 50 años. Él estaba absorto, pensando en cuánta música había sido grabada en el edificio que estaba a unos pasos de allí. Casi toda había salido de ese lugar.

            Finalmente, cuando el aire humedeció sus ojos otra vez, decidieron irse, perdiéndose en la noche y tarareando una canción. Creo, y estoy casi seguro, que era Diamonds on the Soles of her Shoes.

***

PS

La superioridad moral de la gente que lleva tuppers a los eventos sociales.

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *