Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11 

No podría decir con certeza si fue el mismo día que llegamos o si se trata de algún otro momento en la línea temporal de nuestro viaje. Uno va olvidando cosas con el paso de los días hasta que todo se vuelve un ente amorfo de momentos y de calles y comida y de cerveza y entonces el inicio de, digamos, un viaje, que casi siempre está marcado por la llegada a una sala deprimente de aduanas, se convierte en este momento lejanísimo y borroso.

            Pero decía por eso, que no puedo decir si lo que estoy a punto de relatarles pasó el primer día de nuestro viaje o al último, o en medio, o todavía más difícil, sería incapaz de explicar si lo que quiero contarles pasó en diferentes momentos y días alejados entre sí, haciendo que por alguna especie de confusión que corresponde a esa teoría de que la memoria recuerda las cosas a su antojo, mi mente los juntara y los recordara como un momento entero y específico.

            Creo que fue inmediatamente después de haber pasado frente a la casa en donde vivió y murió Ivor Novello, cerca de Somerset House, a un lado del Río Támesis, después de haber caminado frente a donde Simón Bolivar se alojó en 1810  cuando vino a ser el primer diplomático latinoamericano de la historia y también después de saber, que cuando nadie sospechaba su futuro, Ho Chi Minh trabajó de maletero en el Hotel Ritz, cuando Londres era Londres y el Ritz era el Ritz y bueno, cuando Ho Chi Minh era un simple maletero.

            Sí, estoy seguro, que paso después de pararme frente a la casa donde Frederic Chopin tocó su primer concierto en Londres una cálida tarde de junio en 1848, un año antes de su muerte. Sí, eso que quiero contarles pasó luego de recargarme en la cerca de la casa donde George Orwell pasó gran parte de su vida y escribió la mayor parte de sus obras, donde P.L. Travers se imaginó y creó Mary Poppins, y donde A.A. Milne le dio vida a Christopher Robin, donde T.S. Eliot despertó la mayor parte de sus días y durmió casi todas sus noches.

            Lo que quiero contar pasó en algún punto entre caminar junto a Montagu Square y saber que ahí fue donde John Lennon vivió a finales de la década de los sesenta, y pasar frente a la casa de Alfred Hitchcock y de la casa dickensiana donde murió Winston Churchill, de pisar el mismo sitio donde cayó la primera bomba de la Blitzkrieg.

            Eso que pasó y que quiero contarles fue haberme dado cuenta que Londres, a diferencia de otras ciudades igual de míticas, igual de imponentes, es indestructible.

            Verán, yo hubiera caminado sin cuidado -como quien va sin saber a dónde- de no ser por unas placas redondas y de color lapislázuli que andan incrustadas en las fachadas de muchos edificios londinenses y que nos sueltan en la cara que lo que estamos pisando es tierra encantada, que Londres lo es todo y que si a mitad de la calle nos sentimos excitados por un litro de cerveza y en la cima del mundo, en la siguiente esquina que pasemos habrá una placa, del color que ya dije, lapislázuli, y de forma circular que nos suelte en la cara que somos lo más parecido absolutamente nadie y nada, y nada lo que es nada.

            Resulta pedagógico saber gracias a esas placas lo que pasó en cada centímetro de la ciudad, en dónde vivió quién y qué hizo cual. Resulta, también, una desilusión, por la simple pequeñez que uno experimenta.

            De vez en cuando a uno le hace falta caminar por cualquier calle de Londres para darse cuenta que no ha hecho nada, que no es nadie, que falta mucho y que nada se convierte en magia de la noche a la mañana.

            Seguiré contando.

***

PS

Jamás confiaré en la gente que se corta el fleco a la mitad de la frente.

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