Figuraciones Mías 
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria

Lo pisé sin darme cuenta. Era el Punto cero, frente a Notre Dame y aquel hombre del portafolios me gritó: “¡No! ¡Estás pisando el centro del mundo!”. Salté y no dije nada. Era un hombre de cara alargada y gafas, con un sombrero negro pequeño y una gabardina hasta más abajo de la rodilla. Cargaba un portafolios marrón. Me pareció un oficinista o un maestro de escuela. Era un parisino típico. Me disculpé. Me dio la impresión, que era uno de esos personajes que Ionesco retrató con mucho filo en alguna de sus obras. Seguí caminando hacia las jardineras que estaban repletas de pájaros. En una había unos niños dándoles migajas de pan a las aves. De pie, trepado en una de las bancas, uno de los niños, levantaba el pan en lo alto y un pájaro sin dejar de volar picoteaba aquel pedazo de pan. Tomé una foto que guardo con la sonrisa del niño y el vuelo del pájaro. Estuve mirándolos y pensaba en los pájaros de mi pueblo. Eran los mismos a los que llamamos “jardineros”. Y sin más vino a mi memoria, la niñez mía en la plaza de mi pueblo. Recordé la algarabía de los pájaros míos. Escribí: “Pájaro, aire, pan y un cielo azul prodigioso que cabe en la mano de un niño.”

–Point zero– dije en silencio.

Y allá, en la jardinera más grande estaba el hombre de la gabardina. ¿Por qué me había dicho aquello? Entendí que debía ver de nuevo aquel punto con cuidado. Sabía que está situado donde los situaron los cartógrafos del siglo XVIII, ante la puerta del “juicio final” de la catedral parisina. En Madrid –recordé– el Punto cero, está frente a La puerta del sol. De allí –a saber– se medían distancias hacia el mundo, hacia los divergentes caminos al mundo. ¿Pero por qué aquel hombre me dijo con un evidente enojo que no lo pisara?

Fui hasta aquel circulo de metal. Leí: “Point zero /Des routes de France”. Un círculo dividido en cuatro partes que encierra un octágono de metal con una estrella al centro, que a su vez, encierra un círculo brillante. El hombre desde su sitio, mientras comía algo y fumaba, me estaba vigilando, observándome para que no osara pisarlo nuevamente. Puse mi pie cerca de aquel símbolo y una hoja seca de un árbol que estaba allí, y le tomé una foto a mi zapato, al Punto cero y a la hoja muy parecida al maple. El hombre se levantó como si viniera hacia mí. Me retiré un poco y él se sentó de nuevo a sus dos labores, pero sin dejar de mirarme. ¿Era el guardián del Punto cero? ¿Alguien le había encomendado que vigilara que aquel sitio no fuera pisoteado por los extranjeros?

Me quedé frente al círculo y vi la línea recta hacia una de las puertas de la Catedral. Le di la espalda al hombre que ya había acabado de comer aquello que con naturalidad estaba comiendo. Encendió otro cigarro. Pensé en acercarme y preguntarle algo, pedirle un cigarro, pero sobre todo preguntarle, si él tenía la encomienda de cuidar que no lo pisaran. ¿Era un loco con algunas creencias en las que el había tomado posesión de la vigilancia? ¿Era realmente un comisionado por la alcaldía parisina para vigilar aquel símbolo imaginario de la ciudad? Me volví a hacia él y seguía mirándome. ¿Por qué me miraba solo a mí, si en ese lapso de tiempo otras persona se habían acercado a mirar su objeto de vigilancia? Permanecí allí cerca del Punto cero y oscilaba entre ir a hablar con aquel hombre de cara larga, de lentes redondos de carey y portafolios o marcharme. Ya había entrado a ver el interior de la Catedral y quería ir a comer algo, quizás influyó haberlo visto comer, aunque la hora de comida (para mí) estaba cerca, me quedé parado allí bajo un sol suave. Y por fin decidí alejarme del Punto cero. Crucé la calle y me detuve en la puerta del Juicio final junto a un anuncio de la visita del Papa a París.

Ví como el hombre se había levantado y caminó de prisa. Se marchaba en dirección opuesta al frontispicio de la Catedral. Se alejaba y yo me iba a quedar con la duda. Enfilé para seguirlo y caminé rápido para alcanzarlo. Lo seguía a distancia y cuando estuve más cerca, le tomé una foto (que guardo), siguió por el borde del río Sena y lo seguí. Cuando se dio cuenta que lo seguía, camino más rápido, casi corrió. Y no desistí en mi persecución. Luego se desvió hacia una calle y allá fui. Lo seguí por toda aquella calle hasta donde abrió una puerta y entró rápido. Cuando llegué frente a la puerta grande de madera vieja, me quede parado ¿Por qué lo había seguido? Me avergonzó aquel acto y crucé la calle, contemplé el edificio viejo y desde un balcón del cuarto piso, que repentinamente se abrió, el hombre, ya sin sombrero pero con sus lentes, asomó y directamente me miró, como si supera que lo había seguido hasta allí.

–¡No vuelvas a pisar los símbolos de mi ciudad! –me dijo con furia desde sus alturas.

El balcón se cerró. Entendí que sí era el vigilante de los símbolos de París. Me fui a comer lo más lejos que pude de allí.