Figuraciones Mías 
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

A este río fui para jugar a la muerte. Quería dejar caer mi cuerpo allí, pero no en aquella hora, aunque nadie me echaría de menos. La noche siempre fue mucho mejor para morir que un medio día gris como aquel.

Murió en el Río Sena, como los enamorados y valientes –dirían-, como los exiliados y tristes caminantes que se desterraron del mundo y hallaron el último consuelo en tirarse, como tantos otros que sólo dejaron algunos versos como única herencia para nadie.

Pensé en muchos de los que estas aguas lograron ahogar. Pensé en Paul Celan que allí quedó su espíritu y en “L’Inconnue de la Seine”, la ahogada hermosa que se hizo famosa por haber muerto en las aguas del río y uno de los hombres de la oficina forense, hizo una máscara mortuoria que se volvió un modelo para las mujeres de la época. El rostro de aquella mujer sonreía. Pensé en Virginia Woolf,  Y caminé por la orilla del monstruo que se deslizaba como si fuera una tumba de agua. Quería jugar a la muerte. No me costaba ningún trabajo apostar; en ese momento creí que nada había qué hacer en aquella ciudad. No iba a encontrar a quien buscaba, ni quería encontrar gente que impidiera –aunque indirectamente– seguir en mi intento por saber la última parte de mi destino. Jugaba a la muerte y pensaba en el amor que hubo destrozado mi corazón mil veces, en la desdicha que ahora estaba conmigo. Y ella, la amada en qué sitio cercano a mí, lamía una felicidad que llegué a imaginar como un sitio extraño e impenetrable para mí. No estaba allí, ni yo en su pensamiento. Tenía su pañuelo en el bolsillo y lo levanté al cielo como bandera infinita. Pronuncié su nombre en el grito que de mi corazón infame brotó como un chorro de sangre, el mismo nombre suyo que había pronunciado tantas veces, antes de llegar a la ciudad suya. Volví los ojos al río. Los pájaros Volaban ante mi deshonra. Tal vez no era una deshonra en especifico el insulto del vigilante del Punto cero, pero así lo percibí. Me daban miedo los parisinos; temía que me dijeran que “no pisara” sus suelos. Vi volar a los pájaros como la nueva sangre del río. Volví a levantar los brazos e invoqué a la noche que aún estaba lejos, a la oscuridad donde de verdad nadie me vería y miré al cielo y grité nuevamente como el desesperado que está dando su grito de despedida, pero el cielo de París, aunque grisáceo, seguía iluminado.

Cerré los ojos y con el rumor del agua, construí una canción en el pensamiento, como la muerte. Morir aquí es de los enamorados y los que enloquecieron por la belleza triste de esta ciudad que los orilló a los abismos negros del final. Triste la ciudad, triste yo, la tarde que sería convocándome al juego de la muerte. Miraba el río y sus barcazas de turistas alegres que me saludaron con la mano en alto, no comprendían que mis brazos al aire, no era un saludo sino invocación. Me sonreían y hablan entre sí. Yo estaba en el Point Alexandre III, tan hermoso y yo a la espera de la noche.

Decidí sentarme a fumar y fumé en el desconcierto. Miraba las hermosas muchachas que iban por todas partes, con la mirada seguía las aves. Su vuelo era alegre y cantaban. Me parecían tan alegres, que la tristeza comenzó a convertirse en una mentira.

El juego de la muerte siguió. Pensé en un revólver, para antes jugar a la ruleta rusa y caer después a las envenenadas aguas del Sena, pero aquella arma era imposible. Era sólo una idea, una despiadada idea para jugar a la muerte en el río más famoso del mundo, donde nadie puede olvidar que allí, la muerte es más célebre que la vida.

Volví al cielo y se había pintado de gris. Lluvia más tarde, frío y los pájaros comenzaron a irse. Comencé a caminar sin rumbo. La oscuridad, imposible. Y morir a la luz de la tarde no hubiera sido poético. Caminé hasta un barecito cercano que ofrecía a doce euros la botella de vino. La pedí.

Me quedaré aquí hasta que llegue la noche y su aguacero –me dije mientras serví la primera copa- después seguiré el juego, por ahora voy a beber.

Y fumé Gitanes contra la tarde.

Cuando vino la noche, estaba alegremente ebrio, hablando con un hombre que en su arrastrado francés, pude entender que me decía que la vida y el vino eran una cosa espléndida. Pedimos más vino y seguimos bebiendo ya en la misma mesa. Y ni aquel hombre ni yo, hablamos del Río Sena, ni del juego de la muerte, ni de la desdicha, ni de la celebridad de morir ahogado. Reíamos de nada y pudimos entender que la noche y la embriaguez, nos habían hecho felices en aquel momento.

Nos despedimos y caminé despacio riéndome solo, fumando alegre el delicioso cigarro de la noche alegre. Tomé un taxi de vuelta al hotel de Montparnasse donde me hospedaba. Al llegar saludé con alegría al joven de la recepción.

-La vida y el vino son una cosa espléndida –le dije en mi pésimo francés, ante su desconcierto.

Llegué a mi habitación, me tendí a lo largo y dormí sin soñar nada. No sabía lo que en la ciudad al día siguiente, me aguardaba.