Garganta Profunda
Por: Arturo Luna Silva / @ALunaSilva

En la toma de protesta de Alberto Jiménez Merino como candidato del PRI estaban todos, o casi todos. Parecía una escena de la galardonada película Roma. En blanco y negro, y a cámara lenta, se vería genial. Como en sus mejores tiempos, la matraca y la consigna fueron los invitados especiales. Los autobuses y las tortas, los chalecos rojos y las lonas de los sectores que conforman lo que en alguna ocasión fue una máquina electoral impecable.

Qué lejos quedaron aquellos tiempos en los que se llenaban estadios y explanadas. Hoy a duras penas un salón de fiestas, que seguramente se ha visto más lleno en alguna boda o en unos quince años.

Fue como retroceder en el tiempo.

La ropa de los viejos políticos, como los hermanos Morales Flores, impecablemente pasados de moda.

La sonrisa cínica de la dinastía Marín Torres, felices por haber pasado el precioso aplausómetro.

Jaime Alcántara, Adela Cerezo, Marco Antonio Rojas Flores, Guillermo Jiménez Morales, Blanca Alcalá Ruiz, Juan de Dios Bravo, Pacheco Ahuatzin, Godina Herrera, Fidencio Romero, Sergio Freeman, el robaurnas Héctor Laug, la regidora serenísima Silvia Tanús, el campeón del humorismo involuntario Valentín Meneses, y lo que quedó de Jorge Morales Alducin, entre tantos otros vetustos militantes.

Olía a naftalina, a añeja lavanda, a acondicionador para el pelo Wildroot, un aroma a baúl viejo, a zapatos de charol, a traje brilloso, a peinado de los años 60. En el aire se percibía el jabón Nórdiko mezclado con sudor de días. Olía a viejo, a desgastado, a aceite rancio.

La nostalgia invadía el ambiente.

Bien dicen que la historia se repite una vez como tragedia y otra como comedia.

Eso fue el “destape” de Jiménez Merino, una comedia, una comedia con tintes de farsa, de lo que fue, como lo hemos mencionado, el partidazo que durante 90 años actuó como amo y señor de las elecciones.

Al fondo, el locutor pidiendo eufórico una porra “para quien seguramente será el próximo gobernador de Puebla”, sin que faltara el ingenuo que volteó a ver en qué momento iba a entrar Luis Miguel Barbosa.

Eso fue el destape del candidatazo del PRI, un reencuentro con aquellos priistas que durante años hicieron de la política un patrimonio personal, que se enriquecieron a costa de los dineros públicos y que ahora, de manera hipócrita, se preguntan: ¿Qué pasó, por qué la gente no nos sigue?

Fue un viaje al pasado, pero en pequeño.

Una muestra de la operación del partido en aquellos años de esplendor.

Si regresáramos en el tiempo, veríamos que una concentración de ese tamaño era para tomar protesta a un comité seccional, no a un candidato a la gubernatura.

Sin embargo, el ambiente era como el de aquellos años.

Las porras, el ansia por estar cerca del presídium, el grito desgarrador con la intención de que el candidato te observe, sepa que ahí estás, te tenga presente.

La señora con la niña en brazos, los electricistas pasando lista de “presente”, desplegando las pancartas y mantas para que los vea su jefe. Su señor –y todopoderoso– jefe.

Los cenecistas que aún quedan en el estado, de la CTM ni sus luces.

Las prisas, el nerviosismo, la corredera al final de evento, para que no te deje el camión, para que tu líder –tu Gran Líder– te pase lista y no sufras las consecuencias de no asistir, el abrazo de caguamo y la promesa eterna del “yo te llamo”, la sonrisa fingida, el apretón de manos forzado, el ritual de la liturgia priista…

Quizá por ello se notó a la presidenta Claudia Ruiz Massieu aburrida, con la mirada en el horizonte, ansiosa por terminar lo más pronto con esta puesta en escena.

Al finalizar, casi de manera inmediata, se disculpó y salió apresurada, no sin antes detenerse a saludar a un ex gobernador que platicaba muy animadamente con una jovencita que podría ser su hija, pero no lo era.

En los discursos, los lugares comunes, el “vamos a ganar”, los llamados a una unidad falsa. Ni cuando eran el partido poderoso estaban unidos, ¿por qué habrían de estarlo ahora, en las exequias?

Polvos de aquellos lodos, el priismo apostándole a un milagro, un suceso inesperado que los reviva y los haga ilusionarse, que los regrese a aquellos años en los que ganaban todo. Y todo es todo.

Una corte de aduladores de lo imposible, una caterva de hombres y mujeres que se aglomeran en torno al vetusto edificio de la diagonal, donde dicen que por las noches aún se escuchan los lamentos de aquellos que andan en busca del poder perdido.

Un edificio que poco a poco se va volviendo viejo, al que cada vez son menos las personas que entran y son más las que salen.

Es más, si usted quiere ver cómo operaba el partidazo en sus años de gloria, vaya a los eventos de Morena, ahí con seguridad lo verá.