Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

Me había vencido la noche y la mañana en la habitación del hotel era silenciosa y sombría. Me desperté sin saber dónde estaba. Me incorporé en la cama mirándolo todo y desconociéndolo todo. No podía reconocer nada, ni mis manos.

–¿Dónde estoy? –dije en voz alta.

No reconocí la habitación y todo me parecía extraño hasta que vi mis zapatos en el piso, como me sucedió un día que tuve un accidente en carretera; durante la caída en la barranca, llevaba los ojo cerrados mientras se escuchaban los ruidos de lo que se destrozaba y estaba seguro que iba a morir, hasta que vino el silencio. Cuando abrí los ojos, lo primero que pude ver, fueron mis zapatos manchados de sangre. En ese momento supe que estaba vivo. Los zapatos y la sangre, fueron las primeras señales de vida, después de saber que el auto se había hecho pedazos y yo estaba tirado con la cabeza a unos centímetros de la llanta delantera. Así sucedió aquella mañana en el hotel, y de nuevo los zapatos me daban el rumbo. Al mirarlos allí en el piso, fue como si encontrara el camino de regreso, como si los zapatos me devolvieran la certeza de que era yo, aunque sin saber del todo dónde estaba. Respiré profundo y pude ver las cosas que me pertenecían y hasta entonces supe que estaba en una habitación de hotel, en París. Quise dejarle la culpa al vino consumido la noche anterior, pero lo que sucedía era distinto. El desasosiego estaba haciéndome su presa. Nada podía yo hacer para comprender aquel momento en el que un hombre puede olvidarse de sí y quedarse en una nueva oscuridad en la que ya resultaría imposible reconocerse.

Momentos así y lejos de mi habitual ciudad de residencia, hoy me duele recordarlos. En mis viajes siempre imaginé que moría en alguna ciudad donde no era nadie. Mi muerte sería anónima y en mucho se parecería a una muerte miserable, sumisa, sometida a la tristeza del azar, a la desolación más negra. Esa mañana supe que debía huir de aquella atmósfera y tuve las fuerzas para hacerlo; no había más. Mi búsqueda no podía esperar. Era una obligación seguir buscando a la mujer que en aquellos días, creía era el amor de mi vida.

Me levanté, bebí mucha agua y fui directo a la regadera. Sin el desayuno, me fui a la calle y di con la estación del metro. Lo abordé. No sabía a dónde ir, ni me importaba. El metro me pareció sucio y cierto, olía mal. Una mujer me miraba recargada en la ventana con los ojos de loca. Había subido al vagón delante de mí y logró un asiento enfrente. Se reía. Me dio miedo y en la siguiente estación decidí bajarme. Comprobé que la mujer que me miraba, no se bajara detrás de mí. Bajé y me volví a mirar y comprobar que entre los que bajaban, no estaría ella. No bajó. Se cerró la puerta del vagón. Cuando se fue el tren, vi que la mujer seguía sentada. Me miró y sin dejar de reír, la vi alejarse en la ventanilla. ¿Se reía de mí?

Esperé dos trenes más y en el tercero, me subí. Seguí pensando en los ojos de la mujer que me miraba y por alguna razón, aquella mujer me refería al primer encuentro con el vigilante del Punto cero, que a esa hora, debía ya estar por la cercanías del río. Quería ir al Museo de Louvre porque creí que me haría bien. Mientras miraba imágenes, me explicaría algo de lo que no podía entender de aquella desazón. Siempre que estoy perdido, recurro a mirar obras de arte. Es una manera de volver a mí de una manera que poco entiendo, pero sucede el equilibrio. Fui al museo y estuve algunas horas de la mañana tratando de encontrar el rumbo nuevamente. Quise ver algunas piezas de Miguel Angel y en ellas me quedaba largos ratos. Luego vagué por el museo y fui a dar con la escalinata Daru, en el ala Denon del museo, donde está la Victoria de Samotracia, que siempre me ha cautivado. Aquel cuerpo de la diosa sobre un navío, de solo mirarlo desde los primeros escalones, me aliviaba. No sé el tiempo que estuve mirando aquella pieza desde uno y otro escalón hasta llegar a las cercanías de la figura alada.

Fue en cuestión de segundos en que me volví a mirar hacia la escalera y estaba allí, la mujer del tren que me miraba con alegría. Era la misma mirada demencial que había visto en el tren. Cuando me fui, ella subió la escalinata Daru, clara señal que iba por mí. Comencé a caminar y no podría recordar por qué sitios del museo fui huyendo de la mujer que me seguía y poco después logre perder.

Salí del Museo de Louvre y en una de las fuentes de la explanada, estaba el vigilante del Punto cero, sentado con el portafolios en el suelo y mirando hacia otro punto. Rápido me di la vuelta y caminé hacia otra parte antes que me viera. ¿Quién me decía que no me había visto ya? Me fui de ahí también creyendo que la mujer en cualquier momento aparecería. Me cercioré con cuidado de que la mujer del tren no estuviera por ningún lado y el vigilante del Punto cero, no me hubiera descubierto. Me dirigí al río. Busqué algún lugar donde sentarme y me quedé pensando. Quería saber quiénes eran mis perseguidores y cuál era la razón de la persecución. De la mujer del tren, aquella era su primera aparición, pero el Vigilante ya era un conocido fantasma que estaba interfiriendo en mi vida y yo me sentía afectado por las presencias de dos habitantes de la ciudad, en la que cada vez veía mis esperanzas perdidas.