Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11
Abro los ojos. Escucho explosiones que vienen del cielo. En estos tiempos ya no se sabe si es el Popo o sólo cuetes. Me tallo los ojos, miro la fecha en la pantalla de mi celular que reposa en el buró, y con mi poco conocimiento en el tema de los santorales, delibero que son cuetes para festejar a algún santo (San Pantaleón, San Largo, qué se yo) y que no ha explotado el Popo todavía.
Por ejemplo, cuando es 6 de enero, ya sé que en San Baltazar Campeche están de fiestas; si es 19 de marzo, ya sé que es San José y que por ende, si hay explosiones en el aire, son cuetes; pero hoy, hoy que es 31 de marzo y no hay nada en mi poco bagaje de onomásticos que indique una razón por la cual se esté tronando pólvora en el aire.
Vuelvo a ver la fecha, no hay ningún santoral importante según yo. Entonces resuelvo: ya explotó el Popo.
Me levanto de la cama exaltado, ¿haré mis maletas?, ¿moriremos todos?, ¿ya vendrá la lava por la Recta? Pero recapacito. Respiro. No es ningún Popo, ni tampoco un santo. No, señor: ya empezaron las campañas.
Qué pesadilla. Qué decadencia. Qué terror. A partir de hoy todos desempolvarán sus diplomas caseros que les acreditan como analistas políticos calificados y, además, si ya de por sí la ciudad amanece, sin falta, inundada de basura todos los días, ahora lo hará más con volantitos y panfletitos y banderitas con la cara hipocritona del candidato de su preferencia.
Los cuetes que retumban el cielo dominguero, en honor a la efigie barbosista, seguramente se prolongarán hasta la tarde. ¿Pero qué culpa tenemos nosotros?
Que comience la simulación, entonces.
Pero quédese tranquilo, querido lector, que yo no estoy aquí para contarle sobre ninguna campaña política.
Así que cambiemos de tema.
Me considero un pésimo conversador, y ojo, que ser conversador implica, también, dominar el ingenioso arte de la evasión. Le tengo terror a los silencios incómodos, esos que provocan las pláticas de asiento, esto es: me privo cuando alguien desconocido me hace plática a bordo de, por ejemplo, un autobús.
—Ta duro el calor, ¿verdad?
—Sí, ¿verdad?
Y ya, ahí me pierdo.
Yo soy más un tipo que prefiere el silencio y la observación. Me gusta, por ejemplo, ver cómo suceden conversaciones incómodas entre los pasajeros de un avión y cómo estas van dejando notar las cualidades y defectos de quienes llevan acabo el improvisado encuentro.
Disfruto notar cómo los extraños disimulan interés -o la falta del mismo- con gestos que van desde acariciarse el pelo, hasta repetir todo el tiempo muletillas como “Sí, caray”.
Por eso prefiero sentarme solo cuando viajo solo y, si escucho que los de adelante comienzan una conversación de asiento, me dedico plenamente a la escucha crítica y constructiva.
Para no hacer el cuento largo, soy más chismoso que platicador.
Por ejemplo, venía yo en un ADO llegando al Paradisíaco Puerto de Veracruz, (como le llamó el pasajero entusiasta que iba detrás mío cuando alguien le habló por celular) y reparé en varias cuestiones.
Y es que llegar a un destino le afloja a uno los esfínteres y la verborrea. Como quien dice, nada más llegar, uno empieza a alborotarse. Entonces, ya todos, sabiéndose bien llegados al destino y fuera de todo peligro, se empezaron a parar e iniciaron una incómoda danza por el pasillo del autobús.
Unos bostezaban, otros más abrían sus cortinas con sopor, y yo, que iba solo, preferí ponerme de rodillas en el asiento para fijarme en el panorama que la cabina -que es un pequeño ecosistema per se- me ofrecía.
Ahí comenzaron las conversaciones inútiles:
—¿Cuál ha sido el mejor colchón de hotel en el que ha dormido usted?
— Híjoles, mano. La verdad es que no sabría decirte.
—Yo dormí apenas en un Marriot, creo, y pasé la mejor noche de mi vida. Le busqué la marca al colchón y me puse a investigar. No sube de seis mil pesos el méndigo colchón.
¿Es necesario entablar una conversación cuyo principal motivo sea un colchón? Le hubieran visto la cara al pobre señor que había sido presa de tan incisiva pregunta. ¿Cuál ha sido el mejor colchón de hotel en el que ha dormido? Seguramente el que preguntó se dedica a hacer encuestas telefónicas.
De plano, el pasajero cuestionado, evidentemente incómodo, dejó su asiento para dirigirse al baño aún sabiendo que había dos personas en la fila.
Pero sin duda alguna, justo antes de bajarnos del camión, fui testigo de la conversación de asiento más trascendente, profunda y jarocha que he escuchado jamás.
Una señora le preguntó a otra:
—Bueno, ¿y usted sabe de qué sabor es la Zaraza Vargas?
—Ay, señora, pues yo creo que es de Zaraza, ¿no?
De pronto, los pasajeros de las filas contiguas se vieron inmersos en un coloquio improvisado sobre el misterio del sabor de la Zaraza Vargas.
Según hasta donde yo me quedé, nadie pudo resolverlo.
Seguiré contando.
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PS
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