Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria 

Fui a parís a buscar a la hermosa Andrea Malraux, a quien me había propuesto encontrar, así tuviera que ir hasta el fin del mundo. Buscarla era una necesidad, pero también orgullo herido, dolor inconcebible, venganza amorosa, revancha.

Desde el día que abandonó la ciudad donde nos amamos, comencé a engendrar la idea de buscarla. Ese día fui por la tarde –como todos los días–, para salir a caminar o a tomar café como solíamos hacerlo los pocos sábados que estuve con ella y ya no estaba.

–Se fue –me dijo la mujer de la casa donde alquilaba un cuarto al fondo de la casona en Morelos sur 774.

–¿Se fue? ¿A dónde? –pensé que por ahí.

–A Francia.

No podía creerlo ni entenderlo. Un día antes estuvimos hasta las diez de la noche en mi casa (eso fue lo único extraño; quiso regresar más temprano que de costumbre, pero aquel día no lo hubiera podido leer así). Hablamos de las luciérnagas. De esa luz intermitente que los insectos emiten y construyen una fantasía que vuela. Hacíamos frases como “luz que vuela”, “el vuelo de la luz”, “incendios miniatura volando” entre otras. Nos reíamos de aquellas imágenes que las luciérnagas nos dieron.

–Tú eres una luciérnaga en mi corazón –le dije al final.

–Tu es une luciole dans mon coeur –me dijo y cuando pronunció apalabra luciole vi sus labios y la besé.

–No sabía que tenía el boleto de regreso confirmado para hoy? –me dijo la mujer.

–No, no sabía…

–Pero si usted… –trataba de ser piadosa–… pues no sé qué decirle joven… se fue.

–No sabía, no me dijo nada.

–Muy mal… Pase para que lo vea usted. Su avión ahora debe estar despegando desde la ciudad de México. Le dejó esto.

Y me entregó un papel doblado que reconocí de inmediato; era el único verso que le había escrito. No podía creerlo. Lo guardé en el bolsillo, tal y como me lo dio. Entré a la casona. El cuarto estaba vacío; ninguna de sus pertenencias estaba allí. Había cabellos suyos en la almohada y no quise tocarlos. Era cierto, se había ido. La mujer me hablaba con discreta piedad y de pronto se quedó callada. Salimos de la habitación y cerro la puerta con llave. Nos dirigimos al zaguán en silencio y temí llorar, pero resistí. Quería irme. Me repugnaba aquella piadosa mujer que en muy poco tiempo, había llegado a tratar Andrea como la hija que nunca tuvo (quizás por eso hospedaba chicas extranjeras y algunas estudiantes que podían pagar un cuarto en el centro de la ciudad). Ya no quería estar cerca de aquella mujer que por un momento imaginé que supiera algo negro que estaba sucediendo en todo aquello. No quise oírla más, porque me miraba con una curiosidad excesiva.

Se había largado y no me dijo y eso significaba un engaño, un abandono una actitud mezquina, ingrata. Nunca habló de su pronto regreso a París. Aunque nunca habló tampoco de que se fuera quedar en mi ciudad. Yo tenía claro, que había llegado la mujer con quien pasaría el resto de mi vida y no era necesario hablar de su regreso, ni de separación alguna. ¿Algo grave pasó? Fue la última pregunta que le hice a la mujer. Su tajante “no” me convenció. Además creí que ella lo hubiera sabido, pero su respuesta fue muy natural; más bien ella tenía entre sus cuentas, hasta qué día estaría rentando la habitación y si hubiera ocurrido algo inesperado, estoy seguro que lo hubiera sabido.

Yo le había escrito aquellos versos pensando en sus labios y sin que se diera cuenta, se lo dejé en su cama una de las noches en que bebimos tequila y creí que el amor existía. Al día siguiente, me entregó el poema traducido al francés y me lo leyó. Le había escrito lo que no creí que fuera un poema, sino algo que estaba signando con mucha fuerza lo que crecía entre los dos: “Ahora que la tarde sigue triste, pienso en tus labios cuando están callados, cuando se aprietan y lloras y mi mano vuela a tu cuello y apretados vencemos lo que se quedó de este lado de la ventana.” Con mi firma y una fecha de enero del mismo año en que yo decidí seguir su rastro. Y por el reverso se leía: “Debí irme. Un día nos encontraremos bajo las mismas estrellas y en un cielo mejor.” A.

Quién tiene esperanzas de encontrar a una persona de la que sólo sabía su nombre, un apellido célebre, que le gustaban los gatos, que tenía predilección por los colores de tono intenso y soñaba con llegar, después de su última noche en la vida, al Cimentière de Montparnasse. Que había nacido en París, que su padre era anticuario y su madre escribía versos de vez en cuando sin publicarlos nunca. Siempre había vivido en París. Había venido a México a conocer, estaba interesada en el mundo prehispánico y en la historia de México, aunque estudió matemáticas. ¿Qué hacer cuando esto pasa con alguien que se ama? Por momentos pensé que aquella ausencia era como la ausencia de quien se muere, pero no, no había muerto; su juventud se podía ver en lo radiante de su hermosura, en la vivacidad de su conversación, en lo apasionada en la cama ¿Cómo podía morir una mujer así? De eso estuve seguro, pero me dolía que me hubiera negado su presencia en el momento en que yo estaba más enamorado y hasta donde logré creer y sentir, ella estaba en condiciones semejantes. No era de creer y así pasé días y tuve miedo de enloquecer. Debía ir a buscarla, como me lo dijo Hugo, mi amigo que más le preocupaban mis primeros atisbos de locura, aunque no lo era propiamente, yo presentía que me iba a volver loco de verdad. También por eso fui a París, a buscar a Andrea Malraux y eso es lo que quiero contar, aunque las cosas que sucedieron, no están en el orden en que fueron ocurriendo, porque ahora mismo, no lo puedo recordar y no tengo habilidad para contarlo de manera, ni cronológica, ni lineal.

Decidí contar esta historia porque me hace más falta a mí después de haber de ella. Aunque salí más herido que el día que decidí volar a París y como quien se lanzó a un abismo, fui a buscarla..