Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11

Entre mi cuerpo y la Isla de los Sacrificios hay un largo trecho de realidad más que de agua. Podría andar hasta ella si tan sólo no me hundiera, pero aún, tengo la convicción de que se alejaría más y cada vez más hasta volverse inalcanzable. Ya lo es, de algún modo.

Suspendida entre el azul marino y la línea natural del horizonte, la Isla se escabulle desde la ventana de este taxi que circula la costera, apareciendo y desapareciendo al antojo de la perspectiva y de las curvas: unas veces se ve y otras, misteriosamente, no existe.

Son casi las siete de la mañana, se ve amodorrada, la Isla, y por alguna razón que sólo puedo adjudicar a la ilusión óptica, se ve muy cerca, más cerca que nunca, tan cerca que se me antoja bajarme del taxi y emprender ahora mismo la huida. Pero guardo mesura, a pesar de los tiempos. ¡No puedes caminar hasta ella!, me digo: ningún humano ha caminado todavía sobre las olas.

Me limito a sacar el brazo por el marco de la ventana y cierro un ojo, calculando, sintiendo el aire.

 

Luego cierro la mano, intento apresarla.

 

***

 

El centro está muy sólido, dice el taxista. A estas horas hasta el corazón está muy sólido, yo pienso.

            ¿Está bien que lo deje aquí, joven?

 

            Me bajo en Mario Molina esquina con Independencia y camino los pocos metros que me separan del Gran Café del Portal. Empujo las medias puertas plegables y dejo atrás la humedad desolada, encontrándome de frente con un mesero que se ajusta el moño.

Buen día, donde guste, me dice.

            Encontrar una mesa es un largo proceso de discernimiento. Calculo cien mesas vacías, si no, doscientas, todas para mí: es más difícil decidir cuándo se goza de plena libertad.

Finalmente, elijo.

Concluyo que no me gusta la mesa, está muy allá, pero ya es tarde para cambiar y no quiero parecer como un imbécil. Soy de esos que tienen el don de escoger lo peor de entre cien alternativas.

Pido un café y una broca. No hay broca. Una concha, entonces. Déjeme ver si ya nos llegaron.

            Me hubiera gustado decirle que no se molestara en revisar si había conchas. Sufro de mala suerte y yo lo sé mejor que nadie.

Me sirve el café casi al instante.

Provecho.

            No hubo concha, por supuesto.

            El mesero se recarga en la barra haciendo como que mira las noticias, yo doy un sorbo haciendo también como si las mirara, pero en realidad estoy pensando en algo inverosímil: los meseros en el Puerto tienen un estilo que no encuentra par en el resto del país. Son hábiles, elegantes y seguros de sí mismos. Además, usan esmoquin blanco.

Renuncio a seguir divagando. Estoy amodorrado, yo también, como la Isla.

No me había dado cuenta, pero debajo de la taza el mesero puso un mantel individual de papel, en el que está impreso un mapa, un mapa turístico con los lugares de interés encerrados con circulitos rojos.

Zócalo, catedral, San Juan de Ulúa, y luego ahí está, la Isla de los Sacrificios, un puntito de tinta verde sobre azul claro.

Entonces, preso del ocio, busco el punto más corto entre la costa y la Isla. Lo encuentro: es playa La Bamba.

 

Desde ahí saldré cuando el sol se oculte.

***

 

Antes de salir, escribo una nota que seguramente nadie leerá.

 

De noche, la luz del faro ronda indicando a los buques que vienen de otros mundos, que han llegado por fin a su destino. Pero a mí, que no soy barco, ¿qué me dice?.

Huele a pescado muerto. Piso la arena, me descalzo y me acerco al agua. A pesar de haber confirmado que este era el punto más cercano entre la costa y los Sacrificios, me parece más lejos que nunca.

El horizonte es una trampa.

            Me aterra la negrura del vacío marino que toca mis pies en forma de olas insistentes. Después de un rato, el agua salada me llega a las rodillas.

El horizonte es una trampa.

            Cuando voy a medio camino entre la tierra y la Isla, comienza una lluvia torrencial.

Distraigo mi mente, no quiero dudar como Pedro lo hizo, no dudes, no dudes, pero cuanto más camino sobre el agua, más lejos percibo la Isla.

 

El horizonte es una trampa.

 

***

 

Llego por fin a la habitación después de un eterno viaje en autobús y me aviento sin pena sobre la cama. Miro el pequeño block de hojas de cortesía que reposa en la mesa de noche y no puedo dejar de notar que dice algo:

 

“Si no estoy, búsquenme en playa La Bamba”

 

Preso de la curiosidad, busco en la aplicación de los mapas esa playa. El internet del hotel es bastante malo, qué sorpresa. Cuando en la pantalla aparece el resultado de mi búsqueda ociosa, me llama la atención ver que playa La Bamba es el punto más cercano entre la costa veracruzana y la Isla de los Sacrificios.

 

¿Quién querría ir allí?

 

 

***

 

PS

 

Por lo menos no tengo un nombre que también se le pueda poner a un perro, ¿o sí?