Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11

De niño, diez (nuevos) pesos eran una verdadera fortuna. Alcanzaba para comprar un sin fin de porquerías en la tienda del colegio, regenteada, claro, por la siempre generosa Señorita Vicky: veinte Picafresas, dos bolsitas de papas, tres bolis, un Tampico congelado y la producción trimestral de Ticos.

Pero lo verdaderamente especial de llevar al colegio una moneda de níquel mugriento, era que, por tan solo diez pesos, podías comprar una orden de molletes y con ello ser la envidia de todo el patio de recreo, pues dicho manjar, muchas veces reservado para el cuerpo docente, era un signo de poder, influencia y capital.

 

¡Ay, los tiempos del Dr. Zedillo!, éramos tan felices y no lo sabíamos.

 

Ahora, si diez (nuevos) pesos eran una verdadera fortuna, imagínense entonces lo que era un dolor americano.

La primera vez que me llevaron a Estados Unidos, mi papá me dio, en medio de una solemne entrega llevada a cabo en el cuarto de hotel, un billete de diez dólares para comprarme lo que yo quisiera. De pronto vinieron a mi cabeza escenarios inimaginables. Me veía, por ejemplo, como Macaulay Culkin en aquella escena en la que se recuesta en el asiento de una limosina viendo el Grinch, bebiendo Coca-Cola en copa y con una caja de pizza en el regazo. Me sentía millonario, no me culpen, nací en los mejores tiempos del Tratado de Libre Comercio.

Ah, ¿y que en qué gasté mis diez dólares?

Bueno, es que yo, nada más acordarme me da gastritis del coraje, porque mis primeros diez dólares fueron la epítome del consumismo enajenado: compré primero una crema para manos que una señorita me ofreció en la isla de un mall -previa muestra- y que por pena infantil no pude rechazar, y luego, en un Wallgreen’s, me hice de un llavero que grababa la voz de uno y la alteraba inmediatamente con efectos de ardilla, marciano y robot.

Soy la debacle de mi generación.

 

De lo anterior ya han pasado veinte años, mismos que han servido para reconciliarme poco a poco con aquel niño que no conocía el valor del dinero y para perdonar a la señorita embustera y cruel que le vendió una crema exfoliante a ese mismo niño.

¡Ay, los causes del neoliberalismo!

 

Hace un año M. y yo nos reíamos con desparpajo de unos amigos que, estando en Nueva York, se compraron un humidificador como si fuera la gran cosa. Llegaron presumiéndolo y sugiriendo que debíamos de comprar uno, sí o sí.

¿Como por qué? ¿Quién, haciendo uso de sus plenas facultades mentales y de las libertades de las que el sistema capitalista les infunda se compra un humidificador en Nueva York? ¿Qué no saben que los venden en Plaza Dorada?

Yo, por respeto, no dije nada, porque cuando compro vinilos no me gusta que me anden diciendo con dedito alzado ¿qué no sabes que toda esa música ya está en Spotify?

 

Imbéciles.

 

Creo que el humidificador encarna las últimas consecuencias del capitalismo, ya que su comercialización reciente y posterior puesta en moda, fue diseñada por un desesperado para hacer creer a otros, un poco más desesperados, que debía ser indispensable en algún punto de su vida; el humidificador es la prueba fehaciente del consumismo tardío y del declive de la sociedad occidental.

 

Pues yo no estoy para contarlo ni ustedes para saberlo, pero estas últimas semanas he dormido con el ventilador a tope, porque hay que saber elegir entre dormir a baño maría o despertar con un desierto por nariz.

Elijo la segunda.

Entonces, cuando busqué en Google remedios para mi nariz seca, me encontré enlaces como: “Ella compró un humidificador y no creerás lo que pasó después”; “Estos son los 10 mejores humidificadores”; “Este es el Humidificador que usan los Obama”; “¿Comprar un Humidificador? ¡Claro!”

 

            Ahora, con el riesgo de romper de nuevo con el niño que gastó su primer billete de diez dólares en una crema para manos de lavanda y perlas exfoliantes en 1997, me encuentro ahora mismo batallando con el dilema de si comprar o no un humidificador, corriendo también el riesgo de convertirme en aquello de lo que hace un año me burlé con crueldad.

 

¿Es este el último paso antes de irme a vivir al campo y gestionar mi propio huerto?, ¿o es sólo el principio de un consumismo todavía más vacuo y agresivo?

 

Yo digo que esto del humidificador vaticina el final de nuestros tiempos. De todas formas creo que compraré el más corrientito.

 

Seguiré contando.

 

 

 

***

 

PS

No le tuve miedo al éxito y pagué para salir en Rostros.