Figuraciones Mías 
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

Era lunes el día que llegué a París, la mañana de aquel septiembre donde mi esperanza de poder encontrar a mi amada, era grande. Yo estaba seguro que ella estaba allí, aunque también yo la llevaba como una nube de humo en mi corazón. Allí, en aquella ciudad vivía, era una moradora más, pero también era un fantasma como los muchos que siempre han vivido en mí sin abandonarme.

–Yo soy un fantasma –me dije mientras viajaba en el taxi– un fantasma al que no veo entre mis fantasmas.

Andrea Malraux era un fantasma que comencé a sentir cada vez más cerca, en cuanto el auto avanzaba y se introducía a la ciudad. Las primeras calles que recorrí en el taxi, desde el aeropuerto rumbo a Montparnasse, estaba seguro que sus ojos las habían visto. Estaba seguro que las había recorrido y no hacía mucho tiempo, porque al mismo aeropuerto debió llegar y ese recorrido tuvo que hacer. Recordé lo que escribió Lawrence Durrell respecto a Justine en ese tomo de su “Cuarteto de Alejandría”: Una ciudad se convierte en un mundo, si uno ama a uno de sus habitantes.

Pensaba que ella había recorrido aquellos 25 kilómetros desde Roissy, hasta la ciudad. Mientras caminé por los andenes del aeropuerto Charles de Gaulle, pensaba que sus pies por allí debieron pasar y esa imaginación, no me abandonaba.

El taxista me habló en inglés y solo me preguntó si era mi primera vez en París. Yo traté de indicarle el nombre de la calle y como si supiera a dónde iba, llegó con una extraña facilidad hasta la callecita del hotel. Mucho después me pregunté ¿Cómo fue que su modo de llegar al hotel, era de alguien que sabía perfectamente a dónde iba? ¿Sabía aquel hombre que allí me iba a hospedar? En el momento no lo pensé, pero después que comenzaron las sorpresas de mis perseguidores, mi desconfianza estaba palpitante y tuve que reconocer que todo era posible. El taxista, apareció por segunda vez, la noche que estuve a punto de alcanzar al Vigilante del Punto cero, pero aquel hombre reviró contra mí, con una pistola en la mano. Y en mi huida me encontré ante un taxi. Lo abordé. Al momento, no percibí nada, porque estaba espantado, pero trataba de disimular y me comporté como si no hubiera pasado nada. En el trayecto, vi uno de sus gestos por el espejo retrovisor, que me hizo reconocerlo. En principio, creí que había sido una sorprendente coincidencia, pero más tarde me di cuenta que las coincidencias, no lo fueron en la mayor parte de mis encuentros en aquella ciudad.

Le pedí que me dejara en otro sitio, cerca del hotel. Cuando abandoné el taxi se quedó allí estacionado durante un momento y mientras me alejaba, sentí la mirada de aquel hombre que tampoco era francés. No quise voltear a verlo. Me dio miedo y quise caminar rápido, perderme. Esa noche volví al hotel, pasadas las doce.

Haber llegado a París era acercarme, darle esperanzas a mi genuino deseo de buscar a una mujer, que estaba seguro, correría a mis brazos, pese a la manera de haberse marchado de la ciudad en la que fuimos dos enamorados entregados uno al otro. Debió pasar algo inesperado y grave para que se fuera sin anunciarme nada o algo mucho más grave como para desconectarse de todas las formas en que pudiéramos tener comunicación. ¿Algo fuera de su alcance había ocurrido? Yo estaba haciendo lo que debía hacer: buscarla, ir a donde ella debía estar, porque supe que en el vuelo a París, el día que se fue, comprobamos que sí estaba en la lista de pasajeros. No había duda, tal y como me había dicho su casera, se había ido de la ciudad y había volado ese mismo día a la seis cuarenta y cinco de la tarde, de aquel martes doloroso en que no me quedó más que buscar a mi amigo Hugo para irnos al bar y allí beber hasta la incomprensión y el amargo llanto que me nubló el mundo. Hugo me escuchó, pero me daba esperanzas y me alentaba a no perder esa ilusión. Hugo me conocía y yo a él (hoy está muerto) y sabía que mi vida amorosa siempre buscó ir al fondo de la vida de la mujer que amaba. Nadie como él (a quien tanto extraño), sabía mi apasionado y ciego amor por Andrea Malraux, como él mismo lo llamó. Esa mujer a la que fui capaz de haber ido a buscar como si nada más en el mundo importara. Y en verdad ¿Qué importaba en mi vida? Nada, sólo ella y lo era todo. En aquellos momentos pensé que sería la última vez que amaría así, creí que aquella sería mi última oportunidad de amar a una mujer y no estaba dispuesto a perderla. No iba a regresarme de París sin saber nada de Andrea Malraux. Deseaba verla y encontrar una explicación, porque siempre he querido descifrar los enigmas y aquello era un enigma que me había convertido en un solitario cazador en la selva donde estaba su presa y su tesoro.

Buscaba con respuestas en cada esquina de la ciudad y miraba a las mujeres en cada sitio pensando encontrar su cabellera, sus ojos casi verdes, su imagen que en mucho, me recordó a Simonetta Vespucci, la musa de Sandro Botticelli. Y lo supe una mañana en mi casa que salió desnuda al patio, se detuvo al centro, miró hacia las alturas, abrió los brazos y así estuvo durante unos minutos con los ojos cerrados. Su cuerpo era hermoso. Luego fue a la ventana y mientras me hablaba; vi en ella a Simonetta en una de las versiones en las que su parecido era total: la cabellera, el rostro de perfil, su dura seriedad, la escasa sonrisa y la seguridad en la mirada, que la hacían con exactitud, mi Simonetta. Fue allí que pude ver con claridad el parecido de aquella pieza del pintor italiano que está en la Galería Uffizi de Florencia, en el rostro de Andrea Malraux. La miré con arrobo al descubrir el parecido.

No había escuchado qué me decía mientras estaba como un retrato en la ventana. Solo recuerdo lo que me dijo al final desde aquella su hermosa imagen en el centro del rectángulo de la ventana:

–Ven a ver el cielo, se parece al mar –sonrió.

–Mi Simonetta hermosa –dije yo entre labios. º