Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11

Hitchcock y Rembrandt. Había que cansarse de cualquiera de los dos. O de los dos. Pero cansarse de veras, hasta no querer saber de ellos nunca más. Me había parecido atinado y a la vez desafiante, que las primeras palabras del maestro de fotografía —incluso mucho antes de decirnos su nombre— fueran esas que demandaban, para su clase, cansarnos de ver tanto Rembrandt y tanto Hitchcock.

Es irónico y tal vez snob, pero también muy cierto, que viviendo en Nueva York como estudiante (antes de la era Netflix) era mucho más fácil y barato perderse un jueves entero viendo los Rembrandt en el Met, que pagar un boleto de un cine del Village para ver Psycho.

Además, el viaje al museo resultó ser muy sencillo y puede que hasta haya llegado a tener las características de un ritual: despertase, bajar las escaleras huecas, abrir la puerta, salir, respirar, saludar al puertorriqueño del edificio de junto y comprar café en el Northern Spy; andar luego tres manzanas hasta Union Square, coger el tren local con dirección al Uptown para encontrar, después de andar unos diez minutos más por las elegantes e inalcanzables calles del Upper East Side, la escalinata del Metropolitan Museum of Art.

            Yo pienso que siempre es bueno hacerse de rituales, pues estos nos entrañan a cualquier lugar (o al menos son la primera señal de una raíz).

Había que fijarnos en la luz —esa era la encomienda—en la enigmática luz que signó el estilo de Rembrandt van Rijn, pero “más que en la luz, miren las sombras”, nos pidió el profesor, “el secreto de todo está en las sombras”.

            Memoricé el perfil de Flora, el sombrero de Herman Doomer, me encanté con el misterioso rayo de luz de Aristóteles con un busto de Homero, me fijé en cada detalle, todo para luego intentar —sin éxito— hacer lo mismo que Rembrandt en las prácticas de iluminación que teníamos los viernes a medio día.

Pero uno de esos tantos jueves se cumplió la advertencia del maestro: renuncié a Rembrandt y a sus sombras porque me cansé de ellos. Entonces me puse a vagar por los pasillos laberínticos del Met.

Ahí fue que encontré Primavera, de Pierre-Auguste Cot. ¿Por qué nunca lo había visto?, ¿por qué nadie me había hablado sobre la transparencia del vestido?, ¿por qué el profesor de foto no nos había dejado de tarea ver el trabajo lumínico de Cot?

Quedé alucinado verdaderamente  cuando tuve el enorme cuadro frente a mí: era la luz, las miradas, los transparencia del vestido.

De pronto una señora con bastón llegó a pararse frente al cuadro casi al mismo tiempo que yo, empujándome. Me alarmó la cercanía con la que admiraba la pintura, casi al punto del contacto. En cualquier momento el guardia de seguridad le diría algo. Unas veces se alejaba, y otras se acercaba. Parecía que lo había hecho siempre.

Por más que la mirada de los jóvenes del columpio me representara una revelación, la señora me distraía. Luego se fue hacia donde había otro cuadro, también de Cot, cerca de ahí.

La seguí.

Hizo lo mismo, acercó su nariz admirando el detalle y de sus ojos empezaron a caer lágrimas. La pintura que veía con devoción era La Tempestad, que retrata a los mismos jóvenes de Primavera pero sin la serenidad ni la inocencia del columpio. Al contrario, en el cuadro, pintado casi una década después que Primavera, los protagonistas se encuentran huyendo de un mal, de un supuesto cielo tormentoso, escapando de algo, temerosos, de una tempestad que viene.

La señora del bastón lloraba, a mares, quizá por la empatía que sentía con la desesperación de los jóvenes, o tal vez lloraba simplemente por la concepción insuperable del vestido de gasa, que dejaba notar la silueta de la joven, un milagro en medio del desastre.

Se secaba los ojos con un pañuelo. Temblaba.

De regreso a casa, mientras pensaba en la señora,  jugaba en silencio con las palabras holandesas que veía a mi alrededor y que son tan neoyorquinas como la pizza: Harlem, Van Wyck, Rembrandt. Lo repetía en silencio porque me gustaba la rima y la complicación física de pronunciarlas. ¿Qué hace uno sino cuando viaja en metro y piensa en cosas?

Harlem, Van Wyck, Rembrandt; Harlem, Van Wyck, Rembrandt. La señora, supe después, pudo haber sido presa del síndrome de Stendhal. Pero, ¿por qué encasillar su llanto en una condición no sustentada?

Harlem, Van Wyck, Rembrandt. La señora lloraba al ver La Tempestad porque tal vez le hacia volver a uno de esos lugares que ya no existen más.

Me bajé del metro en Union Square, pensando en que un día, esta isla fue de Holanda.

 

Seguiré contando.

 

***

 

PS

 

C&A dejó de tener ganancias cuando dejó de vender papas.