Figuraciones Mias 
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria

Mientras comía en un restaurante de comida árabe, frente a mí estaban dos hombres muy parecidos entre sí que hablaban y reían. Tal vez eran hermanos. Uno de ellos me miraba por momentos, como si creyera que yo era alguien conocido. Después ya me veía, no para reconocerme o para comprobar si era yo la persona que el creía. No, su mirada era de mucha seguridad; era yo a quien estaba mirando. Seguí comiendo y el hombre no dejaba de dirigirme una mirada discreta, pero insistente. La mirada del que parecía ser más joven, no cesaba y aquello no quedó ahí, porque algo le dijo al otro hombre y este –sin disimular–, también me miró como una comprobación. Mi inquietud, había crecido y apresuré la comida. Los dos hombres ya habían comido, bebían té y conversaban.

Poco a poco, noté que la conversación estaba referida a mí. Me dio miedo y me apresuré a comer, pero repentinamente, los dos sujetos se levantaron. Enfilaron rumbo a la puerta de salida. Camino a la puerta del restaurante, uno de ellos me miró y antes de cruzar el umbral de la puerta, ambos se detuvieron y me miraron. Yo casi temblaba. Hablaron entre sí y uno de ellos, el mayor (por su apariencia) salió, mientras que el otro vino decididamente hacia mí. No supe qué hacer y cuando aquel hombre llegó a la mesa, metió la mano al bolsillo del pantalón y sacó algo que no noté qué era; yo temí que fuera el arma. Me dijo algo en una lengua que no pude reconocer ni por el sonido y me entregó una tarjeta amarilla. Y después, antes de irse, me dijo en francés con acento extraño algo así como “pronto nos veremos”. Se dio la vuelta y se fue sin mirar atrás.

Por el ventanal, los vi marcharse rumbo a una calle curva que estaba perpendicular a la calle del restaurante. Me levanté (en aquel lugar se paga primero) y salí tras ellos. Abandoné el platillo que no había terminado. Algo me decía que ya no podría permanecer sin saber desde dónde llegaban esas cosas que ya estaba seguro, no eran fortuitas. Con la tarjeta en la mano, salí del lugar con la firme intención de enfrentar a aquellos dos hombres y pedirles una explicación. Caminé hacia el rumbo que se habían ido y pronto los vi; no iban muy lejos. Caminé de prisa y traté de alcanzarlos. Bastó que uno de ellos me descubriera detrás suyo, para que a la par, corrieran como si hubieran visto al diablo. Corrí con la seguridad que era miedo lo que los había hecho correr. Seguí corriendo tras ellos, pero daban vuelta en cada esquina y en mi carrera no quería darme por vencido, pero fue imposible. Ya a la altura de la Place de L’Abbe Basset, los perdí. Me detuve, sudaba, la agitación era excesiva. Inclinado sobre el alféizar de un balcón, vomité.

Allí de pie en la esquina junto a un estacionamiento de bicicletas en la rue Saint-Étienne-do-Mont no sabía qué hacer; quise seguir buscando aquellos hombres, pero también creí que no tendría sentido. No sabía de qué se trataba aquello. Vi la tarjeta amarilla; tenía un número de teléfono. Tenía la misma cantidad de dígitos que el de Andrea, pero ahora debía decidir si marcaba. Y como suele suceder cuando la inquietud y la incertidumbre carcomen, marqué desde allí mismo. Tenía una especie de rabia lenta que me volvía capaz de enfrentar a golpes a cualquiera. Era ir contra todo, dadas las señales cada vez más extrañas, pero sobre todo más frecuentes. Nadie contestó. Esperé el buzón y dejé un mensaje definitivo:

–¿¡Que es lo que quieren de mí!? –grite en el teléfono y rematé con un enfurecido– : ¡No les tengo miedo cabrones!

Me aliviaron aquellos gritos que di en el teléfono y me fui de nuevo a Montmartre. De allá regresaría ya después de las siete de la noche y después de haber recorrido una de las áreas que me faltaban en la parte norte, preguntando por Andrea Malraux. Esa era ya mi rutina. Oprimía el botón del interfón de cada departamento de los edificios y preguntaba si conocían a Andrea Malraux. O tocaba y si abrían, saludaba amable y hacía la pregunta y hasta contaba la historia. En cada casa, en cada departamento, preguntaba por aquel nombre de todas mis esperanzas. Ese día una señora me dijo:

–Sí, lo entiendo, pero la suya, es una historia de amor como tantas que suceden aquí en Montmatre.

Pregunté en algunos lugares más, incluyendo bares, restaurantes y hasta pintores de los que allí venden. En una florería dos empleadas se rieron de mí; me sentí como el loco. No podía dejar de preguntar en una sola casa, en uno solo de los numerosos departamentos de los alrededores de aquel lugar específico de la ciudad señalado por ella. Ya estaba seguro que Andrea vivía allí en Montmartre, porque recordé que en uno de sus relatos, me contó que en una noche de juerga con su amiga, volvieron juntas y ella fue a llevar a su amiga a su casa, porque apenas se podía mantener en pie.

–La dejé y yo me fui caminando sola, porque mi casa está a cinco cuadras de la suya –me dijo.

De regreso al hotel, me preguntaba si existiría su amiga Marguerite o era una invención. Extraño que vivieran precisamente en ese barrio. Nadie se inventa un amigo sin motivo.

Cuando llegué al hotel, vi por primera vez al joven de la recepción, mirarme de otra manera. Ya en la habitación, me di cuenta que alguien había revisado mis cosas. Alguien más que la mucama había estado en mi habitación.