Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11 

De las tragedias, las mínimas son las más crueles.

Por ejemplo, yo una vez olvidé mi ejemplar de El Extranjero, de Albert Camus, en un avión. Vaya ironía. Era una edición francesa bellísima que me habían regalado, y aunque parezca un sacrilegio, lo que más me dolió no fue perder el libro, sino haber dejado entre sus páginas un posavasos (que hacía las veces de separador) y que Marco Masoero, el mejor amigo italiano que alguien podría tener, había usado para escribir de último minuto una dedicatoria que me regaló junto con el ejemplar de Camus en medio de una tristísima despedida en la estación de trenes de Caen, en Francia, al final de un intenso viaje de estudios.

Lo olvidé en el asiento, todo por ayudar a una señora a bajar su maleta del compartimento de arriba. Pero de eso sólo me di cuenta al llegar a casa.

A los tres meses regresé al aeropuerto a recoger a alguien y en lo que esperaba, decidí preguntar si existía tal cosa como una oficina de objetos perdidos. Ante la sorpresa de saber que sí, seguí las indicaciones y me para llegar a ella. Pregunté escéptico al guardia encargado —como quien sabe bien que está perdiendo el tiempo— si entre tantas maletas, pasaportes y objetos encantados no estaría por ahí mi Camus.

Sólo bastó que le dijera la fecha de llegada y el número de vuelo en el que vine para que, sin levantar los ojos de su bitácora, me dijera:

 

—Sí, joven, aquí está en mi registro: Letranyer, de Albert Camus.

            Sentí una chispa en el estómago. No podía creer que en este país en donde se nos pierde la dignidad a cada rato y nadie la devuelve, estuviera yo, ahí, tres meses después a punto de recuperar el libro. Era inverosímil. De pronto, la duda me asaltó: ¿estaría el posavasos?

Ya lo dijo Steinbeck, que nunca es bueno emocionarse mucho porque se esfuma la suerte, o algo así, y antes de que dijera alguna palabra, el guardia encargado, sin levantar los ojos de su bitácora, exclamó:

 

—Ah caray, pero qué cree.

—¿Qué?—Steinbeck me rondaba la cabeza.

—Que de esto ya pasaron más de noventa días.

— ¿Y eso qué?

Pues que después de noventa días, las cosas que nadie reclama, se van para la beneficencia.

 

Carajo. Primera vez que alguien hace las cosas bien y yo llegando tarde. De todo lo anterior solo espero que quien tenga mi Extranjero —y por ende el posavasoslos guarde como las reliquias anónimas que son.

 

***

 

En secundaria nos dejaron leer La Sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán. Todos protestamos, no porque nos importara leer a Guzmán —de hecho ni lo conocíamos—, sino porque a los estudiantes, sobre todo a los de secundaria, les sale casi siempre lo apáticos, lo anarquistas y sobre todo lo ahorrativos cuando llega la hora de gastar en un libro que no nos interesan.

Ahora que lo pienso, preferiría mejor haber protestado porque nunca nos mencionaron Las Batallas en el Desierto, más que por tener que gastar mi domingo en una edición Porrúa de La Sombra del Caudillo.

            Pero esa es otra historia.

Entonces, en un paseo dominical con mi padre por Los Sapos, me fui encontrando un ejemplar del libro de Guzmán, una edición, calculé, de los años sesenta. Ya saben, el ritual de la compra, porque en el del regateo yo nunca he sido experto.

—A cómo está.

—A cincuenta.

Cara de duda.

—Bueno dame cuarenta para que te lo lleves.

Así fue.

Al final del curso, la Miss Griselda, una de las mejores maestras con la que me topé en mis tiempos de estudiante, me dijo:

—Cuide bien ese libro

            Yo puse cara de puberto estúpido. No sabía porqué me lo decía.

—¿No lo has visto verdad?. Ábrelo en la primera página.

 

Cuando lo hice descubrí que había cargado seis meses con un libro en la mochila sin saber que estaba firmado por su autor.

—¿Ya ve?— me dijo Miss Griselda.

 

Hoy, ese libro que no me interesaba del todo, forma parte de los cuatro tesoros que guardo en mi librero.

Así pasa con muchas otras cosas.

 

Seguiré contando.

 

***

 

PS

Lo único fit que yo tengo es mi pie de atleta.