Bitácora
Por: Pascal Beltrán del Río / @beltrandelrio
El ejemplo del bloqueo de las vías del tren en Michoacán –que se prolongó del 15 de enero al 15 de febrero pasados– comienza a cundir por el país.
Diversos grupos sociales han identificado el taponamiento de largo plazo de las vías de comunicación como una manera de lograr que las autoridades les den lo que quieran.
Sin que se haya convertido en una noticia de interés nacional, distintos tramos carreteros del Istmo de Tehuantepec llevan unos 10 días bloqueados por grupos con demandas diversas.
Leo en una nota de la reportera Diana Manzo, de la agencia Istmopress, que pobladores mixes de 17 de 33 agencias que forman parte del municipio de San Juan Mazatlán, ubicado en la zona norte del Istmo de Tehuantepec, bloquean desde hace más de una semana la carretera 185 –la vía federal transístmica– a la altura del poblado de Boca del Monte, en demanda de recursos federales del ramo 33 y el Fondo IV, que el alcalde Macario Eleuterio Jiménez se niega a entregarles para obras sociales.
Pero no es el único cierre de caminos en la zona. En el extremo sur del Istmo, comerciantes y taxistas organizados también han montado retenes en comunidades de los municipios de Matías Romero, Unión Hidalgo y Juchitán, con reivindicaciones variadas.
La casi nula atención de autoridades a dichos actos ha enardecido a los manifestantes, que han quemado vehículos y retenido a los pocos policías que se apersonan.
Dichos bloqueos aún no compiten informativamente con las largas filas que enfrentan camioneros en la frontera norte por el tortuguismo de las autoridades migratorias y aduanales estadunidenses. Sin embargo, esos cierres han causado serias afectaciones al transporte de pasajeros y de mercancías en la zona más estrecha del país y que resulta clave en la comunicación entre el sur y el centro de la República, con vehículos varados y cambios de ruta que hacen los traslados más tardados y costosos.
Si uno suma a ello las manifestaciones de la CNTE contra la Reforma Educativa e interminables paros laborales como los de la UAM y la Universidad de Chapingo, el paisaje nacional comienza a llenarse de tiendas de campaña, barricadas y piedras sobre el pavimento.
El paralelismo que ha establecido el presidente Andrés Manuel López Obrador entre aplicación de la ley y represión –que son cosas distintas– ha envalentonado a los plantonistas, pues resulta más que obvio que podrán seguir realizando sus acciones sin miedo de una sanción legal como consecuencia de sus actos.
El único castigo del que ha hablado López Obrador para ese tipo de hechos es la eventual reprobación que de ellos haga la opinión pública –“se van a desprestigiar”, les ha advertido–, pero no puedo pensar en ninguna organización que usa el plantón como táctica de protesta a la que le importe lo que piensan los ciudadanos afectados.
Hay más posibilidades de que éstos se enojen con las autoridades –por no atender las quejas o por no retirar los plantones– que con los manifestantes mismos.
El problema es que la multiplicación de los plantones en el país tarde que temprano comenzará a tener impacto importante en la economía: pérdidas por la tardanza en la entrega de mercancías, retiro o posposición de inversiones por temor al caos que generan los bloqueos, uso de recursos públicos para desactivar protestas, etcétera.
Mientras más se demore el gobierno federal en darse cuenta de estas implicaciones, más difícil será detener el crecimiento de esta práctica.