Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Entre las páginas del libro que tenía en la mesa, de manera discretísima (tan discreta que no me di cuenta), la muchacha del restaurante, había metido un pequeño papel con su letra manuscrita. Yo me preguntaba –no sin preocupación–, cuando fue que lo puso allí sin que yo me diera cuenta. Trataba de recordar el momento que pudo ser. No lo concebía, pero lo que más me inquietó, fue que me escribía un mensaje en el que me citaba en una dirección del Barrio latino; un bar en el que ella trabajaba ciertos días. Y ese día ella estaría allí hasta las diez de la noche. El mensaje estaba escrito en español muy claro. La última frase era: “No se lo diga a nadie. Es importante”. Tuve una espesa alegría; creí que estaba más cerca de encontrar a Andrea Malraux. La muchacha del restaurante, debía tener la misma edad que ella y después de leer el mensaje, me fui cavilando, si estaría al tanto de lo que yo hacía en París. Hasta llegué a imaginar que seguramente, Andrea estaba escondida por algo grave y ella sabía dónde y tal vez debíamos ir a rescatarla, o simplemente, tal vez ella sabía el camino para llegar a la mujer que estaba buscando desesperadamente, y esa muchacha era el ángel que me iba a guiar hasta sus brazos. Eran los pensamientos de un hombre con esperanzas y de nuevo comenzaba a creer en algo que no entendía, pero sospechaba que era bueno en virtud de mi búsqueda. Di vuelta a una y otra posibilidad y me descubrí alegre haciéndolo.
Me fui de inmediato al Barrio latino y cuando ubiqué la dirección del bar, estuve vagando por el rumbo sin alejarme demasiado del lugar al que preferí esperar hasta llegada la noche para acudir a la extraña cita. A eso de las cinco de la tarde, había comido algo y no pude resistir más, así que entré al bar, porque también quería beber algo. Siempre he pensado que mi alcoholismo, ha sido hecho de equilibrios, pero también sé que impulsa lo que he dado en llamar “la flama del corazón que siempre arde”. Entré al bar. Era un bar agradable y penumbroso del que no recuerdo el nombre y a quien primero vi fue a la muchacha que esa misma noche supe que se llamaba Silvie. Me senté en una mesa del fondo. Había pocos parroquianos; una mesa donde dos mujeres y un hombre bebían y conversaban, en otras dos mesas –en la más cercana a donde me senté– estaban dos muchachos, uno de traje y otro con un suéter gris, y en la otra mesa, cuatro señores mayores que jugaban dados y reían. La música era suave. Silvie fue a mi mesa, mi inquietud crecía:
–Qué toma el señor –me dijo y sonrió en tono cómplice.
Le pedí un güisqui. Se fue y volvió de inmediato. Al dejar el vaso, me dijo:
–Qué bueno que vino.
Y se fue de nuevo tras la barra. La miré y era hermosa, ya lo he dicho. Me sentía bien porque algo iba a saber, no sabía si algo respecto a la habitación ultrajada, o encontraría pistas de Andrea, aunque todo era remoto.
Las los minutos transcurrían y llegaban esporádicos clientes. En el tercer güisqui, estaba nublada mi observación y ya le había preguntado de qué se trataba aquello y muy tajante –con el tono de quien da un servicio y nada familiar– me dijo que esperara un poco más, aunque me sonrió. Y su sonrisa bastó para pensar que algo bueno tenía aquello que en otras circunstancias, me hubiera desesperado.
Vi que fue a una mesa a llevar una bebida a un cliente que acababa de llegar. Habló con él posando las dos manos sobre la mesa y abruptamente, regresó a su sitio. Fue tras la barra de de inmediato, con la bolsa al hombro y sin mandil, vino hacia mí.
–Levántate y vámonos –me dijo.
Me levanté y seguí su orden.
–Abrázame y no mires a ningún lado.
No entendía, pero hice lo que me ordenaba. Salimos del bar y me cogió de la mano.
–Corre –me dijo y me jaló.
Corrimos y viramos en la primera esquina. Seguimos corriendo entre la gente; yo corría y le preguntaba por qué, pero sólo ella me exigía correr. Así corrimos hasta que repentinamente, me jaló para entrar a una tienda de baratijas. Entramos. Al fondo de la tienda, hasta donde nos detuvimos, me dijo:
–No preguntes nada y entra al baño; no salgas hasta que yo te diga.
Obedecí. Entré a aquel baño pequeño y me senté en la taza cerrada. Las piernas me temblaban, cerré los ojos y respiré profundo. La carrera me había dejado como huella, más desconcierto y ahora miedo, porque era un miedo a no saber qué cosa estaba aceptando hacer con aquella mujer. ¿Por qué habíamos corrido? ¿De qué estábamos escapando? Debí no hacer caso, desviarme y dejarla, pero ya era tarde; nunca sé porque muchas veces, acepto las cosas y a mitad de lo que está sucediendo, me arrepiento. Y precisamente eso me pasaba allí, sentado en la taza del baño como un perfecto idiota.
Cuando tocó la puerta y dijo mi nombre, abrí.
–Ya podemos irnos.
La seguí y salimos. ¿Sabía mi nombre…? ¿Cómo…?
–¿De qué se trata esto?
Me hizo la señal que me callara, cogió mi mano y me dijo que buscáramos un taxi. Pronto lo encontramos. Iríamos a su departamento que estaba no lejos de ahí. Yo seguía preguntándole sin obtener respuesta. Ya para subir al taxi me dijo:
–Es que todo salió mal. Te lo explico después.
No quería hablar en el taxi y entendí.
Cuando llegamos a su departamento me dijo:
–Siéntate y escúchame.
Me senté en el único sillón que estaba frente a la cama. El departamento era para una sola persona. Fue a la cocinilla y volvió con dos vasos de agua: me extendió uno. Bebí.
–Al hombre a quien le serví antes de salir del bar, iba a matarte –me dijo después de dar un trago largo al agua de su vaso– y ya no puedes volver al hotel, eso sería muy peligroso.
Entendí la mitad de lo que había pasado y por supuesto, me dejó sin aliento.
