Bitácora

Por: Pascal Beltrán del Río 

 

El sábado pasado, en San Pedro Cholula, Puebla, un niño de nueve años de edad, identificado como Santiago, ayudaba a su abuelo, quien trabaja como acomodador de autos en un hotel. El pequeño disfrutaba de esos momentos, pues su abuelo le permitía dirigir la entrada y salida de los vehículos, como hace un “viene viene”.

En eso estaba, en la entrada del estacionamiento, cuando repentinamente se desplomó. El abuelo quiso ayudarlo a levantarse, pero al ver que el niño no reaccionaba, llamó a los servicios de emergencia. Cuando llegaron, Santiago estaba sin signos vitales. Una bala perdida lo había alcanzado en el pecho y le había quitado la vida casi de inmediato.

Éste es un país en el que alguien puede estar haciendo una actividad de lo más rutinaria y, un instante después, caer fulminado por una bala que quién sabe de dónde salió. Por ejemplo, uno puede estar tomando una clase de matemáticas, en el aula de una preparatoria de la Ciudad de México, y quedar ahí, alcanzado por el disparo que alguien hizo con la intención de matar a alguien más o de hacerlo huir, o por practicar con un arma o accionarla por pura algarabía.

Eso, aparentemente, le sucedió a Aideé Mendoza Jerónimo, la joven estudiante del CCH Oriente, quien hace una semana falleció por el impacto de un proyectil 9 mm que entró por la puerta de su salón.

¿Quién mató a Santiago? ¿Quién mató a Aidée? Nadie. Los mató una bala perdida.

Lo mismo le pasó a Briseida Sayuri, de ocho años de edad, quien caminaba de la mano de su mamá, el 14 de abril pasado, en Lázaro Cárdenas, Michoacán. Y a Jacobo Aguayo, estudiante de la Universidad de Guanajuato, quien recibió un disparo cuando circulaba por avenida Reforma, de Irapuato, en compañía de su novia y su hermano, el 11 de enero.

Y a Evelyn Sarahí, de 14 años de edad, quien recibió un balazo en la cabeza cuando estaba en su casa, en el barrio de Oblatos, en Guadalajara, el 25 de enero, y a quien ya le había tocado ser herida por otra bala perdida en 2014.

Y a Harry O., percusionista del conjunto musical de Bertín Gómez Jr., mientras tocaba con sus compañeros en un baile en la comunidad de San José, municipio de San Marcos, en la Costa Chica de Guerrero, el pasado 31 de marzo.

Y a Eduardo, quien festejaba su cumpleaños número diez, en compañía de su mamá, en Las Choapas, Veracruz, donde una bala disparada durante una riña, le atravesó el cráneo, el 14 de abril. Y a Madison, de siete meses de edad, cuando una bala perdida entró por el techo de lámina de su casa en Milpa Alta, Ciudad de México, el 17 de febrero pasado. La madre llevó a la bebé al hospital de zona, donde sólo le limpiaron la herida y le pusieron una gasa. Murió dos días después.

Y al hijo nonato de Lidia Claudette, quien acababa de hacer las compras en una tienda de autoservicio, en la colonia Mezquitillo, de Culiacán, y recibió un balazo en el abdomen, el 25 de febrero. Y a Axel Gael, de 10 años de edad, cuando iba caminando a la tienda, en Jiutepec, Morelos, y resultó muerto por las balas que criminales disparaban a un mecánico que huía de un acto de extorsión.

Una sencilla búsqueda en internet arroja decenas de casos recientes en diferentes estados de la República, víctimas inocentes en un país que se ha armado como no ocurría desde la Revolución. ¿Quién los mató? Nadie. Una bala perdida que salió de ninguna parte.