Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

Quería matarme un hombre del que ni siquiera vi su rostro. Podría aparecer el sitio menos esperado y me dio a pensar que debía cuidarme de cualquiera. El asesino sabía bien dónde encontrarme y me pregunté –allí mirando a la mujer que me había llevado a ese momento–, por qué el hombre aquel sabía que yo estaría en el bar donde ella trabajaba y por si fuera poco, en un horario en el que ella me había citado. ¿Quién en esa ciudad desconocida deseaba matar a un mexicano que solo buscaba al amor de su vida? O al menos en ese momento creí que Andrea Malraux lo era. ¿Qué precio estaba pagando por esa desconocida felicidad buscada, por una apuesta en la que estaba con las cartas en la mano en un juego de baraja, jugando contra nadie?

Un hombre estaba detrás de mi cabeza, un hombre del que no sabía los motivos por los que quería verme morir. ¿O es que esa mujer estaba mintiendo y todo era un juego para llevarme hasta mi amada Andrea? Temía preguntarle en ese momento, y es que necesitaba saber, por supuesto que necesitaba saber, pero debía ir con cuidado. Tenía miedo, mucho miedo y no quise revelárselo a la mujer, que en la apariencia y en la convención que hasta ese momento teníamos, me había salvado. ¿Debía agradecérselo? ¿Debía pedirle explicaciones? Pensé en Andrea e imaginé qué diría de esto; estaba seguro que ella sí me salvaría. ¿Dónde estaba mi hermosa, a esa hora y en esa misma ciudad? ¿Era cierta su existencia? ¿Pensaba en mí como yo en ella? ¿Qué había significado nuestro encuentro? ¿Significaría al menos la mitad de lo que para mí significaba? ¿O solo yo era uno más de tantos enamorados que creen en el amor con sólo haber vivido tres meses de locura amorosa?

–Tómate una cerveza –me ofreció una lata.

Ella destapó otra y se sentó en la cama. Destapé la mía y la bebí. En el trago pensé que me iba a envenenar. No sabía qué decir y se lo expresé de nuevo. Dijo que no podía explicarme nada y me besó.

–Me llamo Silvie –dijo saboreando el beso y la cerveza –sé que tú te llamas Nicolás.

Colocó su lata en el posa brazos del sillón, me quitó la mía y la dejó junto a la suya. Sin más, se arrancó la blusa y se montó en mí. Su cuerpo duro y hermoso estaba completo sobre mis piernas; era claro que pasaríamos a la cama. Y así fue. Sin embargo me preguntaba qué cosa era todo eso. Mientras navegábamos en aquella inesperada aventura de los cuerpos, llegué a pensar que ella era parte de todo aquel misterio que se cernía sobre mí. Apenas podía asimilar mis manos en su piel, la luz de su cuerpo, los ojos cerrados, sus labios. Me sentía usado pero protegido a un tiempo y me preguntaba si debía seguir ese desconocido juego en el que ya estaba inmerso, o si debía salir de allí cuanto antes, salir no sólo del apartamento de Silvie, sino de París ¿Pero cómo salir de la ciudad y desistir de la búsqueda? Acabó la extraña maravilla y Silvie estaba complacida como si fuéramos viejos amantes. Repentinamente y decidido, me levanté y me vestí.

Decidí marcharme del departamento de Silvie, aunque no sabía dónde estaba, ni a dónde iba a ir. Con toda calma encendió un cigarro.

–¿Te vas? –me dijo desde su desnudez radiante y extendida en la cama.

Le di un largo trago más a la cerveza y salí ante cierto asombro de aquella mujer, de la que llevaba en mis manos el olor de su piel. Bajé las escaleras corriendo y al llegar a la puerta, me sentí como un cobarde y me dio miedo salir a la calle, o no quise salir a la ciudad que ahora se había convertido en el reino del miedo. Me detuve y decidí abruptamente regresar a preguntarle qué significaba todo eso que ahora me estaba haciendo temblar, no sé si de miedo o de rabia y desconcierto, así que volví a subir las escaleras y toqué a su puerta. Abrió. Tenía una camiseta puesta y la cerveza en la mano.

–No tienes a dónde ir a esta hora, ya no tienes a dónde ir en París –me dijo de inmediato como si supiera que iba a regresar.

La miré pensando en su boba sonrisita sensual, de esas en la que es imposible no darse cuenta que mienten. Me fui a sentar al sillón. Ella vino tras de mí y se sentó en una pose de modelo. Era otra y no la muchacha serena que me atendía en el restaurante del hotel, era una mujer jugando a la sensualidad seductora. Me miró como si no pasara nada, bebía cerveza como quien se apresta un encuentro bajo las reglas del coqueteo. Di un trago a la cerveza y la miré quizás como quien mira a quien se burla. Encendí un cigarro y quería comenzar mis preguntas que ella debía contestar. Le pregunté por qué aquel hombre quería matarme y de qué se trataba aquello.

–Sólo me dijo que tú eras su objetivo.

Y perdiendo el control me fui encima de ella. La cogí del cuello y le pregunté dónde estaba Andrea Malraux. Le dije –como en cascada– que seguramente ella era parte de todo aquello que no entendía y le exigí que me lo explicara. Con mis manos sobre su cuello, le dije que ella sabía quién se había metido a mi habitación, que estaba seguro que ella conocía a los dos hombres que me dejaron el número de teléfono, que el taxista, el recepcionista, la mujer del tren y hasta el vigilante del Punto cero y ella misma, eran parte de un miserable complot contra mí y que seguramente se estaban equivocando. Le pregunté con furia, por qué me había citado al lugar donde me iban a matar, y que yo creía que ella era cómplice. Estaba asustada y me pedía que la soltara, que me explicaría, que ella no sabía de qué le estaba hablando. La solté y lloró como una niña. Me levanté y caminé hacia una ventana pequeña que daba al cubo central del edificio. Vi ventanas con luz. Dijo que no tenía por qué ser tan violento, que me tranquilizara que ella solo me había salvado, que no sabía nada y que ella creyó que hacía lo correcto, que esperara y me diría por qué quería verme.

–Me tienes que aclarar por qué me citaste en el bar y para qué –me acerqué a ella amenazante.

–No tiene importancia, tú me gustas –me dijo e inclinó la cabeza.

Yo estaba seguro que mentía.