Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11

Constantemente recuerdo la escena de una película —no sé cual, mi memoria es a veces demasiado inútil— o puede que sean muchas, no lo sé, o tal vez una sola, o puede que ni siquiera sea la escena de una película, quizá sean los párrafos de alguna novela, insisto, no lo sé, pero de cualquier forma eso que mi mente recuerda, es lo siguiente:

Al interior de algún museo, un hombre común, de mediana edad, está sentado frente a una pintura renacentista que va del piso al techo. Mira fijamente los ojos de una Virgen, y en ellos encuentra un gesto de condena.

Momentos después, otro hombre de las mismas características se acerca lentamente y se sienta a su lado, intercambian unas cuantas palabras discretamente, casi al punto del murmullo, sin mirarse nunca entre sí.

El hombre que estaba primero saca de la solapa de su saco azul un paquete, un sobre manila, y lo deja en el espacio que hay entre los dos. Luego se levanta y se aleja como si nada hubiera pasado.

Minutos después sabremos que aquellos hombres eran en realidad dos espías, de bandos contrarios, que eligieron la sala de un museo londinense para intercambiar información indispensable que eventualmente, directa o indirectamente, tendrá mucho que ver con la caída del Muro de Berlín.

Con este recuerdo vago a cuestas, entro siempre al museo que sea, de la ciudad que sea, y miro a la gente que camina en sus pasillos, que ronda sus vestíbulos; miro sus caras, de todas las formas, de todos colores, de todas edades y juego imaginando en cuál de ellos será un espía que va al encuentro de otro como él, ante cualquier pintura, en cualquiera de las salas, y entonces pienso, gracias a esa escena errante almacenada en mi memoria: los museos son los territorios más neutrales, en su interior abundan las treguas.

En ellos he visto a gente llorar, o perderse, o enamorarse, utilizando los enormes pasillos como pretexto de su encuentro, sin interés alguno por los utensilios de cocina del siglo XV o por la pieza más reciente de arte de la escena local, o por uno de los treinta y tantos cuadros que se le conocen a Vermeer.

Dentro de cualquier museo he visto cómo el artista se vuelve uno, común y corriente, desconocido, opacado por su obra misma; he visto, también, cómo el niño experimenta un nuevo nacimiento cuando se impresiona ante la obra predilecta.

Dentro de ellos he visto gente ensimismada por el momento milagroso en el que se encuentran frente a la obra que ansiaron ver por años; he visto a personas refugiarse en sus cafés de las calamidades de la vida exterior y ahí, en el rincón de alguna sala repleta de fotografías, han encontrado el llanto.

He visto turistas hastiados, abrumados por las obligaciones y presiones sociales que obligan visitar este u otro museo, pero también, he visto a gente que ama a sus museos, vive en ellos, los respira como una extensión de sí mismos.

Los museos son un mundo cuyo principal pretexto es el arte, y cuya principal razón, siempre, es la de ser un territorio aparte.

Los museos son el lugar en donde hasta el tiempo encuentra tregua, son, ya he dicho, un territorio neutro.

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PS

 

Hoy me atendió un mesero de la Edad Media: llamaba a las señoras mileidi y ofrecía gin tonics para dama.