Desde que inició la campaña, esta es la primera vez, y quizá la única, donde los tres aspirantes a la gubernatura estén en el mismo lugar.

Por: Mario Galeana

El telón se abre y los tres aparecen de pie sobre un escenario rosa —rosas las paredes, el piso, las pantallas que yacen sobre ellos—, tienen frente a sí un podio cristalino en el que recargan las manos y, detrás, una sillita giratoria negra. Casi diríase que están hombro a hombro, aunque los separan menos de dos metros de distancia, y casi diríase que miden lo mismo. Todos portan riguroso traje negro o un azul que de tan oscuro se pierde con el negro, y a distancia son idénticos, salvo por el color de la corbata: vino, verde y azul.

Las cámaras nos muestran a tres tipos iguales. Las cámaras no nos muestran que, a uno de ellos, a Enrique Cárdenas, le han acomodado un imperceptible banco en el que se sube para simular la misma estatura que sus rivales. Las cámaras nos muestran a tres candidatos en idénticas posibilidades de gobernar al estado. Las cámaras no nos muestran que un amasijo de encuestas señala que Miguel Barbosa triplica la intención de voto sobre Alberto Jiménez Merino y supera por al menos 20 puntos a Cárdenas, su más cercano competidor.

Las cámaras no nos dicen nada, salvo ese preciso momento: el único en el que los tres coinciden en el mismo lugar desde que inició la campaña, y quizá sea esta la última vez que lo hagan. Barbosa ve a los otros dos desde un escalafón invisible —a diferencia del podio de Cárdenas—, que son las encuestas, las estructuras partidistas de las que se ha hecho dueño, la percepción, las mayorías en el Congreso, la presidencia, todo ese gran conjunto, y asiste con esa ligereza al único debate entre candidatos a la gubernatura.

No nombra a Cárdenas, salvo hasta que él lo hace —es decir, en su primera intervención frente a la cámara—, pero sí se refiere a él y a Jiménez como representantes de “la corrupción, el pasado y el estancamiento”. Lo hace en su presentación, a la que sucede la de Jiménez, que será invisibilizado a lo largo de todo el debate por ser, precisamente, el habitante del sótano en las encuestas electorales.

Cuando Cárdenas se presenta lo hace como rector, académico, ciudadano impulsado por una organización civil y arropado por tres partidos —el PAN, PRD y Movimiento Ciudadano—. No puede decir su currículo sin voltear la vista hacia la hoja que tiene en el podio, como si fuera necesario repasar su historia de vida en los apuntes. Inmediatamente lleva el parangón hacia Barbosa, al que acusa de “no estar preparado ni moral ni política ni físicamente” para gobernar.

Barbosa escucha en silencio y lleva a su boca un dulce. Luego, cuando tiene su réplica, recuerda que las cámaras no nos dicen nada: que aunque pareciera, los tres no están ahí, hombro a hombro, sino lejos.

—El candidato del PAN llega a este debate derrotado. No hizo campaña. Resultó muy flojo. Hoy viene a hacer guerra sucia y a difamar. El no conoce el estado ni es confiable. Ya se demostró de lo que está hecho. Es una fichita el señor.

La impasibilidad del académico metido a la política llegó a su fin desde hace tanto, y la noche del debate es el retrato de ese cambio subrepticio: agitado en su podio, balanceándose cada tanto, con un tic enclavado entre su hombro izquierdo y la espalda, Cárdenas escucha a su rival y responde.

“Hay dos proyectos”.

Tic.

“… el de nosotros…”.

Tic.

“… y el que representa el candidato Barbosa…”.

Tic.

“… él se ha dado vida de rico con sueldo de funcionario…”

Tic.

“… díganos aquí y ahora de dónde sacó su fortuna”.

Tic.

Entonces, a ratos, las moderadoras Patricia Estrada y Gabriela Warkentin le dan la palabra a Merino, cuya intervención parece un súbito descanso entre la cascada de acusaciones. Quizá sea la voz de Merino, o su participación en sí, el único elemento que reste agilidad y peloteo a un debate inédito en Puebla, donde candidatos pueden interpelarse o refutarse entre sí. Es un debate que, también, ha tenido que competir con las audiencias de Juego de Tronos, la serie de moda, y un partido de semifinales entre el América y el León.

Cuando es el turno de Barbosa, muestra, al fin, el filo de las acusaciones que han rondado a Cárdenas en la semana que precede al debate.

—Vuelvo a repetir —dice el candidato de Morena, PT y PVEM—: el candidato del PAN es un candidato flojo que no hizo campaña, que se quedó con el dinero de la campaña, que ha defraudado al fisco y al Conacyt, que se volvió un vividor de los presupuestos del Estado en materia de investigación, que ha hecho fortuna, que es un hombre rico.

Y aquellos 15 primeros minutos se convierten en reflejo pleno de lo que sucederá durante el resto del debate.

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Una sola frase de Yeidckol Polevnsky contiene la credulidad de Morena y su candidato respecto a su triunfo. “Los ciudadanos ya eligieron… hoy sólo van a ratificarlo”. Lo dice a su llegada al Complejo Cultural Universitario (CCU), donde una brisa fina enfría el aire. Contrario al clima, el recinto universitario de la BUAP se hace un aluvión político. Mientras Polevnsky declara a la prensa, al otro lado Cárdenas arriba junto a la comitiva de partidos, y posa junto a los consejeros del INE.

Poco después, Fernando Manzanilla, secretario General de Gobierno, desciende por unas escaleras eléctricas junto al consejero Marco Antonio Baños, y será por esas mismas escaleras por donde, unos cuantos segundos más tarde, ascienda la presidenta municipal Claudia Rivera. Manzanilla y Baños avanzan por una valla en la que a unos metros se encuentra Marko Cortés, presidente nacional del PAN, que los ve con el rabillo del ojo y luego vuelve la mirada hacia las cámaras.

El parangón entre Cortés y Polevnsky es notable. Cortés no habla de triunfos: habla sobre un perfil “limpio” que se enfrenta a un perfil “turbio”, y cuando la prensa empieza a roer a su candidato, da por finalizada la entrevista.

Lejos de ese aluvión, en las afueras del Complejo, las porras de los partidos soplan sus cornetas, azotan sus tambores, chiflan, agitan las matracas, ondean banderas, se mientan la madre cuando ven que los colores de las gorras y las playeras que acaban de recibir son distintos a los de otro grupo, se acercan poco a poco, se calan, otros los separan, les dicen: “No, no, no, no, tranquilo”, porque son muchachos, porque son carne de cañón, son los nadies, reciben 100 o 200 pesos o no reciben nada por estar ahí, bajo ese telón de lluvia fina, y todos los usan y todos los desechan sólo para usarlos de nuevo, y estarán ahí en tres o cinco años como lo estuvieron hace nueve o 14, porque aunque sean otros serán los mismos, y soplarán sus cornetas y azotarán sus tambores y chiflarán y agitarán matracas y ondearán banderas y se mentarán la madre como ocurre ahora, como ocurrió antes, como ocurrirá hasta el fin de los días.

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De vuelta al set, Cárdenas intenta despojar a Barbosa de aquel atributo que el año pasado dio a tantos, tanto: el efecto Andrés Manuel López Obrador. Primero dice que él —aun siendo candidato del PAN— coincide con el Presidente por ser un “gobernante honesto”. Y ahí apunta hacia Barbosa: “Usted representa lo contrario a AMLO. Ya traicionó al PRI, al PRD y a AMLO, y va a traicionar a los poblanos”. En aquel lance, Cárdenas se agacha a recoger unas láminas en las que imprimió notas periodísticas contra Barbosa, y su voz, desprendida del micrófono, se pierde unos minutos.

A ratos, ambos se miran como deben hacerlo aquellos que sienten una aversión atroz, y en medio de ese cruce está Jiménez, que pareciera tratar de hacerse a un lado, o al menos un poco hacia atrás, para no quedar entre ellos.

Barbosa acude al debate sin apuntes, láminas o cualquier otro recurso. Sus palabras son un bucle: todos son candidatos perdedores, ninguno hizo campaña, nadie recorrió el estado salvo él. Y con esa retórica simple, en la que a ratos acusa a Cárdenas de ser un defraudador fiscal o un fifí, logra sacarlo de quicio. El académico impasible está ofuscado, se desespera, tropieza con sus propias palabras, y una pregunta de la moderadora Patricia Estrada le da un vuelco frente a las cámaras.

—¿Usted diría que sus bienes corresponden a su nivel de vida?

Cárdenas —los ojos bien abiertos— tarda un poco, cavila y luego suelta:

—¡Por supuesto que sí!

—¿No tiene que aclarar nada?

—¡De ninguna manera! No fue ningún cargo. No puede decirse que ese dinero es mal habido. Si digo mentiras, me bajo de la candidatura. Y reto a Barbosa a que haga lo mismo.

En aquel fuego cruzado, alguien recuerda que Jiménez también es candidato, y lo hace sólo porque el candidato del PRI muestra, en ese instante, una fotografía en la que Barbosa sonríe junto a Rafael Moreno Valle.

—Ha habido malos gobiernos en Puebla, pero aquí están sus cómplices.

Barbosa lo mira de refilón y a su intervención lo fulmina. Lo hace con aquellas dos palabras, aquel nombre que hasta entonces se había mantenido al margen de todo el debate.

—Decirle al candidato del PRI que puede comportarse como buen ciudadano y decirle a la autoridad en dónde está escondido Mario Marín, su mentor.

“Mario Marín”. No debe haber palabras que pesen más en la mente de Jiménez que aquellas, y a partir de ese instante se hunde más y más, y llega inclusive a rechazar el minuto de réplica que le otorgan en las rondas finales.

Otra vez son sólo Barbosa y Cárdenas. Otra vez es Cárdenas diciendo a Barbosa que renuncie si no acredita el valor de una de sus propiedades. Otra vez es Barbosa diciendo que el candidato del PAN está derrotado. “¿A qué puede renunciar, si no hizo campaña?”.

Las luces del set se apagan. El telón oculta el escenario rosa. Y afuera, la lluvia ya ha cesado.