Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

Eran cerca de las cuatro de la mañana y decidí caminar. Miraba hacia todos lados y en cada persona que encontraba en auto, en bicicleta, en motocicleta o caminando, imaginaba que en cada uno estaba el asesino que ya había dado conmigo. Caminaba las callejuelas de aquel suburbio de edificios y muros rayoneados. El miedo me llevaba en sus manos. Recordé sin dejar de caminar el verso del poeta Ivan Malinowski: No es el agua lo que mata al ahogado, sino el miedo. El miedo era un fuego que me incendiaría, si no controlaba la respiración que ya era agitada. Imaginé que el miedo estaba en mi corazón como una llama que no se podía apagar. Caminaba rápido como si alguien me persiguiera. Nadie en apariencia me estaba siguiendo y de eso quise convencerme, aunque era difícil, porque sabía bien que los perseguidores van tras su presa sin ser vistos.

Como hacen los insectos busqué la luz, corrí hasta una calle más iluminada, porque era una manera de poder mirar por dónde llegaría mi matador. Autos escasos, pero la ciudad no guarda silencio en ningún momento del día y hay gente todo el tiempo. No sabía en dónde estaba, ni tenía la seguridad que pudiera salir vivo de allí. No estaba cerca del barrio latino, ni de alguno de los lugares que me parecieran conocidos; estaba desorientado. Tenía dinero en efectivo y caminé hacia una avenida más iluminada, de nuevo como los insectos.

En una parada esperé con la esperanza de un taxi que me llevara a las cercanías del hotel y por allí quedarme a esperar la luz del día. Ese fue el plan que de inmediato se me ocurrió. Pronto conseguí el taxi. Miré con cuidado al conductor y cuando vi que no había nada sospechoso, me sentí seguro, pero alerta de cualquier movimiento del hombre que supe de inmediato que era francés. Me sentí confiado, pero estaba decidido a todo y no repararía en liarme a golpes, en darlo todo y hasta de matar, tan luego viera algo que pusiera en riesgo mi vida.

Me preguntó el punto exacto de Montparnasse y le dije que en Gare Montparnasse. En el trayecto, observaba la ruta que seguía y en ningún momento perdí de vista los gestos de aquel hombre que parecía recién afeitado y expedía una aroma a una loción dulzona que me dio asco. Con cierta desconfianza veía las calles por las que íbamos y no fue hasta que pude ver la Torre de Montparnasse y estuvimos en el Boulevard Vaugirard, que me sentí seguro. Cuando llegamos a Gare Montparnasse, pagué. Bajé del taxi y esperé que se alejara hasta comprobar que el auto se fuera de verdad. Se perdió de vista.

No supe a dónde caminar. No iría al hotel porque allí me esperaba la muerte. Tenía la seguridad que el asesino estaba cerca y no lo conocía. Después de unos minutos, decidí acercarme un poco más al hotel. Eran pocas cuadras para llegar a la callecita que hacía ángulo con la avenida Du Maine. Llegué hasta la esquina. Me asomé precavido y lo primero que vi fue –estacionado afuera del hotel– el taxi que me había traído del aeropuerto. Logré ver que estaba vacío. Seguí caminando por Du Maine y a unos metros me llamó la atención un coche Peugeot azul marino que dio la vuelta en la callecita del hotel. Me regresé y vi que el auto se detuvo en la puerta del hotel junto al taxi estacionado. No podía creer; de aquel Peugeot azul marino, bajó Silvie. Llevaba la misma bolsa que portaba cruzada al cuello, cuando salimos corriendo del bar. Apresurada entró al hotel. El coche se estacionó adelante del taxi y apagó las luces. Volvieron a surgir preguntas y dudas, confusiones y me dio rabia, porque lo primero que pensé fue que la muy perra, se había venido de inmediato tras de mí. Me había escapado de la ratonera de su apartamento y el asesino, o estaba esperándome en el hotel o venía con ella en el coche. Ya no podía entender nada ¿Me protegía o me llevaba al cadalso con una de sus estrategias? Crucé la avenida y la callecita del hotel –que daba principio en Avenue du Maine–, me quedó de frente a la banqueta donde decidí sentarme. ¿Por qué había venido Silvie al hotel poco después que yo? ¿Estaba dando información o haciendo un reporte? ¿Me le había escapado y venía tras de mí? Era imposible ordenar mis ideas y el miedo no me abandonaba, pero tampoco la rabia.

Tal vez pasaron diez minutos, mientras estuve sentado en la banqueta sintiéndome como debe sentirse un perseguido, para que salieran el taxista y Silvie. Se besaron. Ella lo abrazó y se dieron un segundo beso. El taxista se subió al taxi y se fue. Ella volvió a entrar. ¿Qué debía hacer? De inmediato me sentí traicionado y recordé lo que Silvie había referido del taxista: “supongo que sólo por la nacionalidad son amigos” con el recepcionista. Y además me dijo que no sabía su nombre. Mentía. No era la hora de su entrada a trabajar y ya estaba en el hotel. ¿A qué demonios había ido? El taxista era su novio y todo eso transformaba la visión que tuve de ella cuando la dejé dormida en su apartamento y hasta creí que de verdad era un ángel que Andrea o Dios me habían enviado para salvarme y yo en aquel momento –en que me iba de su apartamento–, me estaba alejando de mi ángel de la guarda. Tal vez ni siquiera dormía, porque llegó con muy poca diferencia de tiempo que yo, en un auto que no había aparecido antes en ningún momento. Era el asesino y ella lo llamó de inmediato cuando supo que me marchaba. A ningún lado iría yo que no fuera al hotel, debieron haber creído. Ella se había sumado a la lista de mis perseguidores. Venían a matarme, estaba claro que lo que querían, era acabar conmigo. Todo eso pensé. Estaba contrariado y no sabía si acercarme al hotel. ¿Y si la encontraba cuál sería la nueva mentira? ¿Qué historia iba a inventar? O tal vez simplemente contemplaría mi asesinato. El Peugeot azul marino seguía allí con el conductor adentro y yo comencé a temblar. No sabía si por el miedo, la rabia o el amor propio herido.