Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles
No hay palabra que en la voz de Mercedes Sosa no se vuelva un pañuelo blanco para quien la escucha; pañuelo que va rompiendo, muy despacio, el aire que traen las despedidas: la de la tierra de uno, la de la vida del otro, la de la existencia breve.
Algo tuvo siempre su voz, un poder, una fuerza que contuvo toda la nostalgia y la tristeza suave de una mujer tucumana que devino en continente, que llevaba la tierra y la montaña en su garganta, que guardaba el litoral detrás de un sencillo poncho de alpaca.
Usualmente el que se aboca con necedad a describir la voz de un cantante, cae en innumerables faltas llenas de exageración y elogios inútiles, momentáneos; con Mercedes uno nunca puede caer en el error: su voz es toda, su voz son todos; Mercedes Sosa fue la voz de todos.
A mediados de los ochenta hizo suya una canción que León Gieco y Antonio Tarragó Ros escribieran años antes. Se llamaba Canción para Carito, una crónica tiernísima sobre el indígena del interior que llega a Buenos Aires en busca de la vida, andando Corrientes, buscando en rostros ajenos algo familiar que no le haga sentir a la deriva, que deja pedacitos de historia y memoria a cada paso y que eventualmente descubre que en la ciudad, en el monstruo, en Buenos Aires, nadie brilla aparte, sino que son todos, locales y foráneos, piezas de un algo heterogéneo que nunca se detiene.
En la voz de Mercedes la historia de Carito suena a la historia de casi cualquier cosa: el nacimiento, el trascurso, el arraigo, el desapego (o la muerte), la nostalgia irremediable.
Andando solo bajo la llovizna gris
fingiendo duro que tu vida fue de aquí
porque cambiaste un mar de gente
por donde gobierna la flor
mirá que el río nunca regaló el color.
***
Nombrar es pertenecer, es limpiar misterios, pero también donarlos; nombrar es el acto con el que aceptamos que algo ya es parte indispensable de nosotros.
Me contaron la historia de una coneja que llegó como los temporales, así, nada más, sin ninguna razón aparente, sin una señal previa, y que cavó su madriguera en el rinconcito de un jardín.
Me contaron que la coneja hizo de ese jardín su país y de la casa contigua, su hogar; me cuentan que con el tiempo convivió con los humanos de esa casa, al cobijo, siempre, de un cariño entrañable.
Me cuentan que a esa coneja le llamaron Carolina.
Carolina, Carito, la coneja, desaparecía con frecuencia, pero siempre volvía, como la primerísima estrella de octubre, debajo de una maceta o de un árbol, o entre la hierba, tranquila, con los ojos cerrados y las orejas pegadas al lomo, respirando fuerte.
Me contaron que había veces en que los perros de la casa veían en ella las mismas características de un lomo jugoso que corría ante sus instintos perrunos, generando persecuciones que terminaban siempre en final feliz, con el gesto de los amigos que se estrechan la mano después del juego.
Me contaron que Carito adquirió con el tiempo costumbres caninas, como la de rascar la puerta para pedir comida —nueces, arándanos, galletas María, sus favoritas— o como la de dormir a los pies del amo mientras la lluvia arreciaba afuera, o la de agradecer el cariño —y la comida— con el temblar fugaz de sus orejas.
Me contaron que Carito, la coneja gris con blanco, se fue, no sé a dónde, no me importa, pero que ya no volverá nunca, y que al contrario de su llegada repentina, como la de los temporales, Carito no se fue sin avisar primero. Fue a despedirse, a agradecer y hasta el último momento devolvió el calor que por tanto tiempo le fue dado.
He pensado en si ella habrá nombrado a los habitantes de esa casa como ellos a ella: yo creo que sí, los animales saben también nombrar, les pertenecemos de otras formas.
Carito, Carito; pienso Carito. La canción de Mercedes es la todos y también la tuya. Mira qué chiste, Carito, que el humano se siente humano sólo después de haber amado a un conejo. Quién diría.
De aquí hasta que te veamos de nuevo, un octubre, escondida entre la hierba.
Carito, suelta tu pena
se haga diamante tu lágrima
entre mis cuerdas.
Carito, suelta tu piedra
para volar como el zorzal
en primavera.
Carito, deja que tu luz chiquitita
Hable en secreto a la canción
Para que te acaricie
Un poco más el sol.
Seguiré contando.
***
PS
Todavía no acabo de pagar mi Huawei a 24 meses.
No hay palabra que en la voz de Mercedes Sosa no se vuelva un pañuelo blanco para quien la escucha; pañuelo que va rompiendo, muy despacio, el aire que traen las despedidas: la de la tierra de uno, la de la vida del otro, la de la existencia breve.
Algo tuvo siempre su voz, un poder, una fuerza que contuvo toda la nostalgia y la tristeza suave de una mujer tucumana que devino en continente, que llevaba la tierra y la montaña en su garganta, que guardaba el litoral detrás de un sencillo poncho de alpaca.
Usualmente el que se aboca con necedad a describir la voz de un cantante, cae en innumerables faltas llenas de exageración y elogios inútiles, momentáneos; con Mercedes uno nunca puede caer en el error: su voz es toda, su voz son todos; Mercedes Sosa fue la voz de todos.
A mediados de los ochenta hizo suya una canción que León Gieco y Antonio Tarragó Ros escribieran años antes. Se llamaba Canción para Carito, una crónica tiernísima sobre el indígena del interior que llega a Buenos Aires en busca de la vida, andando Corrientes, buscando en rostros ajenos algo familiar que no le haga sentir a la deriva, que deja pedacitos de historia y memoria a cada paso y que eventualmente descubre que en la ciudad, en el monstruo, en Buenos Aires, nadie brilla aparte, sino que son todos, locales y foráneos, piezas de un algo heterogéneo que nunca se detiene.
En la voz de Mercedes la historia de Carito suena a la historia de casi cualquier cosa: el nacimiento, el trascurso, el arraigo, el desapego (o la muerte), la nostalgia irremediable.
Andando solo bajo la llovizna gris
fingiendo duro que tu vida fue de aquí
porque cambiaste un mar de gente
por donde gobierna la flor
mirá que el río nunca regaló el color.
***
Nombrar es pertenecer, es limpiar misterios, pero también donarlos; nombrar es el acto con el que aceptamos que algo ya es parte indispensable de nosotros.
Me contaron la historia de una coneja que llegó como los temporales, así, nada más, sin ninguna razón aparente, sin una señal previa, y que cavó su madriguera en el rinconcito de un jardín.
Me contaron que la coneja hizo de ese jardín su país y de la casa contigua, su hogar; me cuentan que con el tiempo convivió con los humanos de esa casa, al cobijo, siempre, de un cariño entrañable.
Me cuentan que a esa coneja le llamaron Carolina.
Carolina, Carito, la coneja, desaparecía con frecuencia, pero siempre volvía, como la primerísima estrella de octubre, debajo de una maceta o de un árbol, o entre la hierba, tranquila, con los ojos cerrados y las orejas pegadas al lomo, respirando fuerte.
Me contaron que había veces en que los perros de la casa veían en ella las mismas características de un lomo jugoso que corría ante sus instintos perrunos, generando persecuciones que terminaban siempre en final feliz, con el gesto de los amigos que se estrechan la mano después del juego.
Me contaron que Carito adquirió con el tiempo costumbres caninas, como la de rascar la puerta para pedir comida —nueces, arándanos, galletas María, sus favoritas— o como la de dormir a los pies del amo mientras la lluvia arreciaba afuera, o la de agradecer el cariño —y la comida— con el temblar fugaz de sus orejas.
Me contaron que Carito, la coneja gris con blanco, se fue, no sé a dónde, no me importa, pero que ya no volverá nunca, y que al contrario de su llegada repentina, como la de los temporales, Carito no se fue sin avisar primero. Fue a despedirse, a agradecer y hasta el último momento devolvió el calor que por tanto tiempo le fue dado.
He pensado en si ella habrá nombrado a los habitantes de esa casa como ellos a ella: yo creo que sí, los animales saben también nombrar, les pertenecemos de otras formas.
Carito, Carito; pienso Carito. La canción de Mercedes es la todos y también la tuya. Mira qué chiste, Carito, que el humano se siente humano sólo después de haber amado a un conejo. Quién diría.
De aquí hasta que te veamos de nuevo, un octubre, escondida entre la hierba.
Carito, suelta tu pena
se haga diamante tu lágrima
entre mis cuerdas.
Carito, suelta tu piedra
para volar como el zorzal
en primavera.
Carito, deja que tu luz chiquitita
Hable en secreto a la canción
Para que te acaricie
Un poco más el sol.
Seguiré contando.
***
PS
Todavía no acabo de pagar mi Huawei a 24 meses.
