Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria  

Después de controlar el llanto por mí. Hablamos sobre cosas ligeras; le pregunté cuánto tiempo tenía trabajando en esos dos lugares. De eso y otras cosas hablamos. Silvie era una mujer sola que no frecuentaba amigos, pero yo seguía percibiendo una zona oscura en su vida, gracias a ese gesto que tienen las mujeres que ocultan secretos de manera hermética. Zonas de su vida de las que nunca hablarán y de las que no hay ningún sitio para penetrar y descubrir, pero que son profundos compromisos con creencias o personas, y siempre hay en sus gestos, algo que deja ver por un instante, esa sigilosa zona que guardan.

Me dijo que me quedara allí y por la mañana, me iría con ella al hotel y veríamos la manera de sacar mis cosas para marcharme, pero que no nos perdiéramos de vista. Hablaría ese mismo día con un amigo suyo donde pudiera quedarme algunos días, porque su apartamento, para mí tampoco sería un sitio seguro. Le creí. Estaba –como desde el bar– con la misma intención de salvarme, aunque ¿Cómo creerle? ¿Cuál era su interés por hacerlo? ¿Qué escondía en esa zona oscura en relación a mí? Era imposible saberlo. Le pedí perdón por aquella reacción en la que mis impulsos me hicieron presa. Nada justificaba que la hubiera agredido y me sentía avergonzado. Yo era violento en ese entonces. Alguna vez tuve una pelea con otro químico que me faltó al respeto y le rompí los dientes. Claro que después me arrepentí, pero me costaba trabajo controlarme. Fue un día que se burló de mí cuando dije en una clase durante el doctorado, que el compuesto que había encontrado en una mezcla, funcionaría como catalizador y medida para una fórmula nueva. Se burló. Y cuando terminó la clase, apenas salimos del laboratorio, le di un puñetazo defendiendo mi dignidad.

Hablamos de manera más sosegada y traté de hablarle de “esas cosas del amor” y le dije que yo todavía tenía esperanzas. Silvie había perdido un hijo y el padre nunca volvió después de la muerte del niño. Desde entonces nunca había tenido intenciones de volver a tener una vida cifrada en hijos, esposo, casita cálida y vacaciones una vez al año. La vida le debía mucho, me dijo. Llegó de su país con las mismas esperanzas que muchos extranjeros llegan a vivir a París. La sostenían ideas románticas de triunfar y regresar un día a su país con las condecoraciones que la mayoría, nunca han de ver por ningún lado. Trabajó en tiendas, restaurantes, bares y como guía de turistas.

Yo la miraba y mientras hablaba, pude verla con más claridad. Su belleza era algo que mis ojos la estaban colocando en el primer plano. La miraba hablar –claro, indistintamente en un francés o inglés martajados como decía Hugo cuando me escuchaba hablar francés con Andrea– y sus gestos cada vez eran más diáfanos. Advertía que estaba confiando en mí. La escuchaba hablar y la observaba midiendo si lo que decía eran verdad; tal vez desde entonces miro a las personas de esa manera, como esperando que mientan, que abran un hueco por el que pueda verse la mentira y yo satisfacerme y alimentar algo que me hace creer que soy invencible. Silvie había nacido en Brno. Me emocionó cuando salió el nombre de ese lugar y lo notó. en la misma ciudad donde habían nacido Bohumil Hrabal e Ivan Blatný, dos de mis admirados autores en la literatura checa. Me emocionó cuando salió el nombre de ese lugar y lo notó. Dijo conocer al novelista, aunque no vi familiaridad, pero nunca había oído hablar del poeta y eso le sorprendió. Creyó que yo era escritor y le pareció extraño que hubiera dedicado mi vida a la ciencia, o al menos se dijo sorprendida y le creí a medias, porque también creo que desde entonces aprendí a creer que las personas fabulan la mitad de lo que de su vida cuentan.

Me tomó de las manos y con una ternura que en ese momento me pareció extraña, me miró como si estuviera enamorada.

–Eres bonito –me dijo en español.

Me reí. Y ella se rió. Me dio un beso suave y en el beso pude saber de su soledad y de la mía en aquel momento de mi vida. Me sentí como el condenado a muerte que debe comenzar a despedirse de todo lo que creyó suyo. Se levantó.

–Debo dormir. Ven a la cama cuando quieras –dijo.

Yo me quedé allí mirando como entraba bajo el edredón de flores rojas. Busqué en el refrigerador una cerveza más y la bebí despacio, fumé no sin ganas de escuchar música que me acompañara; allí estaba su equipo de sonido, pero ella iba a dormir y preferí no molestar. La música siempre ha sido mi compañía y cada vez que estuve a apunto de caer, la música me ayudó a encontrar salida, por eso en ese momento, sentí necesidad de su compañía. Fui a la mesa de la cocina y me quedé en silencio. No estaba ebrio, ni quería dormir ¿Cómo podía dormir en aquella situación? El cuerpo de Silvie, estaba abierto y disponible, pero seguía siendo una desconocida.

Cuando estuve seguro y acabé la cerveza, imaginé que el hombre que “debía” matarme, iba a llegar al apartamento; ella misma sugirió la inseguridad para mí allí. ¿Y qué tal si ese era el plan; cuando lograra hacerme dormir, el asesino iba a aparecer y darme muerte en la cama. Silvie era la carnada. Se había acostado así semi desnuda para retenerme, porque recordé el modo en que dijo “ven a la cama cuando quieras”, y lo había dicho con la misma sugerencia que vi en sus ojos cuando se montó en mí la primera vez.

El plan suyo de ir al hotel más tarde y la promesa de recoger las cosas a escondidas, lo estaba echando abajo, pero mi intuición creció y creí no estar errado. En ese momento. como si fuera un felino, en silencio y con cuidado, salí del apartamento. Bajé las escaleras despacio y con el temor que cualquier ruido me pudiera delatar. Salí a la calle con la seguridad y la decisión que no volvería a ver a Silvie. No fue así. En las palabras del aire frío de la madrugada, escuchaba que me decía: No saldrás vivo de París.