Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria 

Mientras fumé, pensaba en lo qué debía hacer, pero sobre todo, qué era lo que me convenía para seguir con vida. La amenaza de muerte ya estaba situada en mi creencia y no había nada que me la quitara de la cabeza. Cuando acabé el cigarro, lancé la colilla con fuerza al suelo y había decidido ir al hotel, pero quise tener calma. Seguí mirando fijamente la entrada del hotel. Debía trazar un plan, más que en obediencia al miedo, a los deseos de seguir vivo. Nada estaba claro ¿Pero qué era claro para mí en aquel momento en que cada aparición, cada hecho me confundían más? Debí reclamarle a Silvie su mentira, incluyendo mi honor por la aventura que hacía unas horas habíamos tenido en su apartamento. Ahora se besaba con un hombre que me había dicho que no conocía. Es una puta, pensé.

Estaba decidido a sacar mi maleta, pagar la cuenta y largarme de allí, pero no a Toulouse como me había sugerido aquella embustera. Quizás esa ciudad era el sitio donde todo ese complejo de mis perseguidores, querían que fuera. Me iría al sur, tal vez a Montpellier, donde también recordé escuchar decir a Andrea que tenía familiares y era una ciudad que le gustaba. Ya empezaba a pensar que Andrea Malraux no era cierta, que era una más de mis fantasías como las que suelo tener cuando paso horas en el laboratorio. Una imaginación como las que siempre me ocurren cuando mezclo soluciones en el tubo de ensayo y miro los colores, el comportamiento de un compuesto líquido que se mueve y veo allí rostros. Así me parecía ya el recuerdo de Andrea, com la ficción móvil de una solución que se transforma, cuando creo que nada puede ser cierto sino lo compruebo y veo con mis ojos el resultado. Estaba siguiendo las cosas que Andrea Malraux  me dejó como palabra, porque Montpellier era una palabra, que en aquel momento yo suponía ciudad.

Me iría a Montpellier y volvería a París con la esperanza que nadie lo supiera, porque mi búsqueda nada ni nadie la iban a detener. Tenía que encontrar a Andrea Malraux por encima de todo y contra todo. Esa era la decisión, y estaba seguro que ella seguía en París, algo me lo decía y siempre he creído en mi intuición. No me equivoqué, Andrea Malraux, estaba en París y tiempo después lo iba a comprobar.

Me fui caminando, aunque temía que apareciera, o el taxista o el Peugeot azul, pero no tenía alternativa y me di valor para ir. Y caminé rápido. Abrí la puerta con una naturalidad que ya me costaba trabajo mantener. El recepcionista tampoco estaba. Subí a mi habitación. Todo estaba como lo dejé, aunque esperaba sorpresas. No sé si hacía falta algo y no quise comprobarlo. Guardé todas las cosas. Revisé que no se quedara nada y cargué mi mochila (que no era tan grande) y mirando hacia todas partes, fui hacia el elevador. Comencé a temblar; era miedo. Un miedo nuevo, pero había que vencerlo. Cuando llegué a la recepción, no vi ningún gesto extraño que me alertara de la mujer (que no era la que ya había visto). Sin nada fuera de lo normal, me cobró. Salí del hotel pensando que nunca más volvería a cruzar aquella puerta.

Me fui. Caminaba rápido, caminaba para salvarme y miraba a la gente con desconfianza, pues cualquiera podría ser mi asesino. Veía los carros y buscaba el taxi del sirio o el Peugeot azul; temí que se aparecieran y de allí, a quemarropa, me dispararan. Mi maleta realmente no pesaba mucho. Iba a la Gare Montparnasse para tomar un tren al sur, porque había visto que de allí podría ser mi partida, pero no cesaba en mi intuición, el hecho de que era un perseguido. Ese parecía ser mi estandarte y no debía olvidarlo. En una esquina poco antes de Gare Montparnasse, me detuve porque sin más pensé que acababa de abandonar el hotel, lo más lógico –y dado mi estado de perseguido desde el punto de vista de mis perseguidores–, irían ahí tras de mí. Así que me regresé y decidí ir al Cimentière; allí estaría a salvo algunas horas y ya más tarde con precaución, subiría a un tren que me sacaría de París. Y es que en mi concepción, un cementerio podría en esos momentos, ser un sitio seguro.

No fue difícil y no estaba lejos. Caminé y aún no estaba abierto. La mañana era limpia y el desvelo me pesaba en los ojos. Busqué un lugar y junto a una jardinera, me senté. Me recliné sobre mi mochila. Poca gente. Allí esperé hasta que abrieron. Pagué la entrada, no permitieron que entrara con la mochila, la dejé allí y me interné en el reino de la muerte, donde la visita anterior me había revelado la fragilidad del llanto y la tristeza por lo que no puede entenderse.

Fui el primer “turista” que entró. Caminé directo hasta la tumba del padre (Baudelaire) y me senté a su diestra. Recargado en la tumba, cerré los ojos y me quedé dormido. Y ese breve tiempo allí, provocó el sueño donde aquel hombre vestido de negro con la frente grande; Baudelaire caminaba por una calle a mi lado y me decía versos, pero era la voz de mi padre en la investidura de Charles Baudelaire, el hombre del que allí, a unos metros bajo tierra, yacían sus restos al lado de su padrastro y otros familiares.

Baudelaire me tomaba de la mano y me hacía correr por una calle cuestabajo. Y me pedía que me salvara, que huyera de un ejército que estaba llegando, y yo corrí. Él se quedó caminando lentamente. Era Baudelaire quien me salvaba de un ejército, según me decía de manera que yo sentí su protección. Me decía “Sálvate, corre…” y yo corrí, pero en el sueño, pensaba en ver a mi padre, porque quería decirle que su padre me había salvado, que era un hombre que salvaba a los que estábamos perdidos…

Desperté agitado, no había pasado mucho tiempo. El sueño me desconcertó, pero seguí frente a la tumba del poeta como si esperar un mensaje.