Figuraciones Mías 
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria

Era algo cercano a la tristeza lo que me quedó del sueño, pero también tuve un sobresalto cuando desperté creyendo que estaba en la calle en la que huía del ejército mencionado por Baudelaire, a quien mi padre siempre consideró “el padre de la poesía”, o al menos para él lo fue, porque lo recuerdo leyendo en voz alta los poemas de Les fleurs du mal en francés con una entrega que pocas veces hasta hoy he visto en un hombre. Mi padre el poeta, mi padre que moriría temprano, cuando amaba la vida todavía y tenía sueños de venir a esta ciudad y estoy seguro que hubiera deseado visitar la tumba, en la que en ese momento yo estaba despertando y a unos metros de donde reposaban –bajo tierra– los restos de su padre en la poesía.

Me bastó acercarme y no supe si era la memoria de la voz de mi padre en su francés tibio y suave lo que vino a mi memoria pero temblé. Frente a la sepultura que El padre comparte con otros nombres, me arrodillé. Era la tumba de uno de los poetas que más familiar era en mi vida, el poeta que desde ese momento, me adhería a la herencia de algo grande, que aún no era capaz de comprender. Dije sus versos, que en mi primera juventud recitaba en francés con mi padre en aquellas noches de vino y manzanas, como les llamábamos a los momentos de lectura de poesía en voz alta y a solas él y yo en su estudio. Intensamente, en voz alta y con los ojos cerrados comencé a decir aquellos versos que eran los versos de un poema amado por mi padre: Souvent, pour s’amuser, les hommes d’équipage Prennent des albatros, vastes oiseaux des mers, Qui suivent, indolents compagnons de voyage, Le navire glissant sur les gouffres amers. A peine les ont-ils déposés sur les planches, Que ces rois de l’azur, maladroits et honteux, Laissent piteusement leurs grandes ailes blanches Comme des avirons traîner à côté d’eux. (Por divertirse, a veces, los marineros cogen/algún albatros, vastos pájaros de los mares,/que siguen, indolentes compañeros de ruta,/la nave que en amargos abismos se desliza./Apenas los colocan en cubierta, esos reyes/del azul, desdichados y avergonzados, dejan/sus grandes alas blancas, desconsoladamente,/arrastrar como remos colgando del costado.).

Sequé mis ojos y volví a ver una foto del poeta, la famosa foto en la que furibundo, quizás mira el mundo al que no pertenecía. Una foto envuelta en plástico de las que dejan sobre la tumba sus nostálgicos lectores. Aquel era el poema que mi padre recitaba con frecuencia cuando yo era niño y sentado en sus piernas lo escuchaba, por eso lo aprendí de memoria. Me decía que hablaba de un pájaro que era como él. Y desde siempre quería conocer el albatros, ese pájaro que siempre creí que algo tenía que ver con la poesía. Mi padre llamaba “padre” a Baudelaire y yo siempre lo llamé así, porque un día entendí la razón; quizás cuando lo leí y sus poemas pudieron hablarme. En aquel momento estaba comprendiendo por qué mi padre lo llamaba así. Ahora también quería vivir esa paternidad. Los versos del resto del poema, estaban en mi memoria como en su casa y mientras seguía con las dos rodillas sobre la tierra y los brazos abiertos a lo alto y a lo ancho del cielo parisino, alcé la voz aún más: Ce voyageur ailé, comme il est gauche et veule! Lui, naguère si beau, qu’il est comique et laid! L’un agace son bec avec un brûle-gueule, L’autre mime, en boitant, l’infirme qui volait! Le Poète est semblable au prince des nuées Qui hante la tempête et se rit de l’archer; Exilé sur le sol au milieu des huées, Ses ailes de géant l’empêchent de marcher. (¡Aquel viajero alado qué torpe es y cobarde!/¡Él, tan bello hace poco, qué risible y qué feo!/¡Uno con una pipa le golpea en el pico,/cojo el otro, al tullido que antes volaba, imita!/Se parece el Poeta al señor de las nubes/que ríe del arquero y habita en la tormenta;/exiliado en el suelo, en medio de abucheos,/caminar no le dejan sus alas de gigante.)

Allí estuve arrodillado como si aquella semejanza de la grandeza del ave con la del poeta, me aseguraran que el cielo parisino, le llevaría las palabras de El padre a la mujer a quien fui a buscar a la ciudad, la misma ciudad en la que había nacido y vivido el hombre que escribió tan grande poema.

La mañana me parecía como una negra nube que se estuviera sacudiendo sobre aquel Cementerio y comenzara a caer la verdad de un amor herido de muerte. Ya no podía pronunciar su nombre. Ahora ella era un símbolo más de la ciudad para mí, como cada uno de los que identificaba desde que el hombre de la gabardina me había dado el primer aviso. Un símbolo que traspasaba mi corazón, un símbolo que me mantenía en peligro de muerte y me pregunté si valía la pena seguir amando a la mujer de la que allí comencé a sentir, que se alejaba de una realidad en la que yo tampoco cabía.

Inclinado, seguí frente a la tumba de El padre como un religioso que respira el vaho de la memoria y los símbolos de la tumba. Cerré los ojos durante varios minutos y pedí al padre que me salvara de una muerte vulgar, de una muerte insignificante, una muerte miserable y a manos de alguien de quien no sabía los motivos, que me salvara de otro ejército que aún me parecía incomprensible, le pedí como el religioso le pide a su dios. Como quien ora y tiene fe, le seguí pidiendo, por su poesía poderosa, que me salvara y que me diera fuerzas para encontrar a Andrea Malraux.