Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria

Una mujer se acercó a mí mientras seguía en la tumba de Baudelaire. Me preguntó algo en inglés. Y como si hubiera despertado, me levanté.

–Estoy bien –le dije.

Me miró con cierta compasión. No le dije nada más y caminé en sentido opuesto al que ella caminaba. Algo más me dijo, pero seguí caminando hasta el andén donde ya sabía que estaba la tumba de otro padre mío: Samuel Beckett. Allí, frente al granito gris, se, me detuve y contemplé su nombre y el de Suzanne Beckett. Luego me senté en la tumba y me quise arrepentir de todo. No sabía por qué me llegaba ese sentimiento que lo que estaba haciendo era absurdo y debería regresar a México, porque nada de lo que buscaba era cierto, nada de lo que tenía como tarea propuesta, tenía sentido. Andrea Malraux no existía y como Vladimir y Estragon, yo esperaba una ficción, un sueño estúpido y le concedía razón al escritor dublinés cuando en su obra deja que dos personajes esperen un dios abstracto, una figura que no saben qué cosa es. Y así yo, estaba buscando –igual que Vladimir y Estragon–, una imagen que había construido en mi soledad amorosa y en la imaginación de solitario que siempre me persigue, a la que una mujer le había inoculado la fiebre y la locura que me habían llevado a esa ciudad, que a cada paso que daba, se volvía más abstracta e impenetrable. Tenía la nueva sensación de estar enfrentando la muerte, como algo que se acercaba cada vez más y más. Hasta aquel momento, nunca había tenido un desconcierto como el que tuve allí, sobre la tumba del autor de Esperando a Godot.

Sin poder moverme de aquella tumba, miré mis zapatos y nada me decía que siguiera hacia alguna parte, como siempre que miro mis pies me sucede, ninguna esperanza veía en mis zapatos como la vi en otro momento, cuando estaba convencido que sí, que encontraría a Andrea y el mundo en mis pies, era más pequeño.

Seguí sentado en la tumba. Saqué el mapa de papel y comencé a buscar dónde quedaba el sitio al que debía ir. El mapa de Francia señalaba hacia el sur. La ciudad estaba a muchas horas de París. Vi dónde estaba Toulusse. En el mapa en que se desplegaba revisé también la distancia entre París y Toulusse. Luego busqué en el mapa del teléfono y decía con exactitud cuanto tiempo hacía en tren, en autobús o en coche. Era un hecho; debía largarme de París, si quería seguir vivo.

Me levanté con un sabor amargo en la boca y me despedí de la tumba del hombre con cara de águila. Caminé entre las tumbas y solo pensaba en la cantidad de personajes grandes que allí moraban. Sentí el silencio del lugar en la piel. Era la muerte que desde que había llegado a la ciudad resoplaba contra mí. La muerte estaba en mi pensamiento y nada de lo que estaba pasando, podía borrar un miedo y la fragilidad que percibí de la vida. ¿Quién era yo en ese momento de soledad entre los muertos? París era la ciudad de los muertos y yo estaba enmedio de un océano de muerte. Pronto reparé en la paradoja de un condenado a muerte que visita –como turista– las tumbas de otros. ¿Quería saber si había lugar para mí en aquel prestigiado cementerio? ¿Por qué caminaba allí, entre todos esos muertos bajo la tierra? Caminar me daba la luz de sentirme vivo y el silencio de aquella mañana me dio una nueva manera de recomenzar.

Cuando salí del cementerio, enfilé rumbo a la estación de trenes y en el camino decidí esperar y no llegué a Gare Montparnasse. Aquella decisión se transformó en una batalla para vencer el miedo a que en la estación de trenes me estuviera esperando alguien de esa red de enigmas que me rodeaba. Tenía miedo a cualquiera de mis persecutores, a mi asesino y a mi propio ser que temblaba mientras escapaba de los fantasmas. Tenía miedo de mi corazón, de que todo fuera una historia en la que yo no figuraba por ninguna de sus aristas. Sin embargo, me esforzaba por estar entero para seguir buscando en París a Andrea Malraux, porque era en París y en ninguna otra parte del mundo donde debía buscarla. Esa fue la razón por la que deseché mi viaje a Montpellier. Muy optimista me dije que cuando encontrara a Andrea, le propondría ir con ella a esa ciudad que se me había convertido en una imagen a la que Andrea pertenecía; recordaba sus labios cuando la nombraba y algo de aquel nombre en sus labios me seducía.

Mis ilusiones todavía estaban vivas y no podía desistir de emprender el sueño de verla junto a mí, de verla reírse de mi locura de ir a París solo porque la amaba, y porque ya no quería más la vida sino era a su lado. Cualquier explicación de su huída la perdonaría, cualquiera que fuera la razón de haberse marchado de Morelia sin avisarme, nada importaría cuando ya estuviera conmigo y dejaríamos atrás cualquier motivo que le hubiera hecho cometer esa locura de abandonar al amor de su vida, como me lo había confesado días antes de su partida.

La primera noche caminé durante más de tres horas dando vuelta en cada esquina que me daba la gana, como si estar perdido, me ayudara a olvidarme del miedo y como a las dos de la mañana, logré llegar a una plaza de la que nunca supe el nombre y allí me recosté en una banca y dormí resignado. Estaba cansado y eso permitió que me hundiera en el sueño de manera profunda hasta despuntar el alba.

Desperté triste. En el jardín mientras no vi a nadie, oriné y defequé junto a un árbol de la pequeña plaza. En la fuente me lavé la cara con una nueva alegría. Estaba sucio, me sentía como si comenzara a no tener lugar en la ciudad, como si ya estuviera poniendo un pie fuera del mundo, o ya hubiera perdido el derecho de estar vivo en esa ciudad en la que ya comenzaba a sentir la crueldad que las ciudades ejercen contra los viajeros que se han quedado solos. Estaba convirtiéndome en un prófugo de la armonía de la vida, una armonía que aún días antes, percibí en el solo hecho de estar vivo. Confiaba en mi intuición. Ahora comenzaba a recorrer la ciudad por dentro, por sus arterias más íntimas huyendo también de mí mismo.