Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles 

Yo del vuelo a Las Vegas recuerdo apenas a un montón de mexicanos que no dejaron de hablar, reír, patalear y beber durante todo el vuelo de las diez de la mañana. Se bebieron absolutamente todo el whisky en botellitas que había en los cajones metálicos del avión, y cuando la azafata, portando orgullosamente una especie de cofia terrible y púrpura, les dijo que no había más, soltaron un grito al unísono, como si les hubieran dicho que el avión estaba a punto de caer, como si la maestra les hubiera dicho a un grupo de mocosos que el recreo se cancelaba de por vida.

Existe un conjunto de preconcepciones sobre Las Vegas que han sido alimentadas desde el momento en que a algún forastero se le ocurrió la gran y millonaria idea de fundar una ciudad en medio del desierto. Dicho conjunto de prejuicios han devenido en frases prefabricadas que uno podría encontrar en una tarjeta de Hallmark escondida en el último anaquel polvoso de un Wallgreen’s: Lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas; la ciudad del pecado, Viva las Vegas y un largo etcétera de clichés y experiencias amoldadas que uno, cuando se sabe pasajero de un vuelo a la ciudad más famosa del Mojave, empieza a tener como uno tiene un ataque de estornudos cuando respira el polvo de un cuarto encerrado.

El grupo de Hunter S. Thompsons (pero más fresas, más corrientes) no dejaban de patear mi asiento ni de alardear sobre sus cuarenta y tantos, su soltería, su alcoholismo, su depresión. Todo así, con el mismo humor insípido con el que escribirían un estado de
Facebook, o incluso un tuit. Los vasitos de plástico en el que bebían el whisky, ya agotado, pronto fueron sustituidos por toda la provisión de cerveza light enlatada que la aerolínea podía proveerles. Cacahuates, ni se diga. No escatimaron en nada. Eran tres hombres y tres mujeres, y todos parecían salidos de alguna página de sociales del Reforma: pulseras llamativas, gorras de Louis Vuitton, tenis desgastados de fábrica, pelo en pecho, voz rasposa, wey, no mames a la menor provocación. Una de ellas se paró de su asiento tirándolo todo y se dirigió al baño y tardó horas. Cuando una de las azafatas tocó la puerta para revisar si por suerte se había ido por el water, la señorita en cuestión salió del baño tambaleándose y muy a prisa.

La azafata, notando algo que nosotros, desde nuestro asiento, no notábamos, entró al diminuto baño, y confirmó sus sospechas: apestaba a humo de cigarro.

Pronto, la sobrecargo, que no sé si gracias al color de sus mejillas o al ridículo uniforme que les hacen portar, parecía salida de una tira de Mortadelo y Filemón, tomó el auricular de su teléfono interno y con gesto preocupante habló, supongo, con el piloto.
Yo entré en shock. Cuando las azafatas toman el teléfono y no es para dar un mensaje en el sonido general de la aeronave, es seguramente, para avisarle al piloto que, una de dos, o ya no hay pasta, o que el avión caerá invariablemente.
Acto seguido, el piloto dirigió al publico las siguientes palabras:
Queridos pasajeros, gracias por volar con *aerolínea*. Estamos a punto de realizar el descenso a la ciudad de Las Vegas. Les pedimos,
encarecidamente, que no fumen ningún tipo de cigarro al interior de los baños.
Los Hunter S. Thompsons, como niños de primaria, empezaron a murmurar y a soltar risitas que, justo antes del aterrizaje, se convirtieron en ronquidos.
Tuve la pésima suerte de pasar todavía dos horas más con ellos durante la fila de la aduana; bueno, no con todos, por que tres de ellos tenían, cómo no, pasaporte
norteamericano.

Qué terrible llegar a los cuarenta y tantos y que la única secreción de adrenalina que produzca el cuerpo, sea ocasionada por fumar un cigarrillo a tres mil pies de altura.
Dios nos libre.

Seguiré contando.

***

PS
Normalicen los Crocs con calcetines.